Por Joan Comas
En una guerra todo vale, aunque carezca de moral y por desgracia quien más sufre siempre son los civiles sin importar su bando o neutralidad.
Lejos de la caballerosidad (usada por pocos héroes) que tanto ha sido utilizada para endulzar los enfrentamientos bélicos, cada combatiente intenta sacar ventaja a su rival por cualquier medio posible. Es una triste y cruel regla no oficial que desgraciadamente ocurrió en épocas pasadas y en la actualidad todavía es empleada, muchas veces con la impunidad e indiferencia de otras naciones. Olvidando totalmente quienes sufren sus consecuencias.
Dicho esto nos trasladamos hacia el siglo XVIII una era donde empezaban a fluir ideas modernas, cambios en muchos campos (por ejemplo ciencia) y como no revoluciones. Fue en este tiempo cuando las trece colonias británicas del continente americano, hartas de su metrópoli lucharon por su libertad.
Al estar ambos combatientes separados por el océano quedaba claro desde el principio que el mar jugaría un papel fundamental en este conflicto. En el enfoque estratégico tenemos dos puntos: para los ingleses mantener su imperio y poder transportar tropas con sus respectivos suministros para derrotar a la rebelión.
Por su parte, los patriotas durante la guerra de independencia contaron con tres tipos de distintos de fuerzas navales para hacer frente a la Royal Navy (sin mencionar las flotas de España y Francia):
- Armadas estatales: bajo las órdenes del gobernador de cada estado, por lo general se encargaban de mantener el comercio de su estado, hostigar las rutas marítimas británicas y vigilar sus respectivas costas.
- Armada continental: subordinada al Congreso Continental, el primer órgano de gobierno de las trece colonias. La idea fue esbozada por George Washington, comandante en jefe del ejército continental y futuro primer presidente, para tener una fuerza naval unificada capaz de cortar las rutas de subministro al enemigo y vencerle en batalla.
- Corsarios: Como su nombre indica se dedicaban a efectuar acciones de corso bajo las ordenes de cualquier armador que adquiriese una patente del estado y pudiese armar un buque.
Pero entre corsarios, que eran denominados por su forma inglesa privateers, destacó un grupo cuya contribución a la causa revolucionaria americana fue muy distinta de los demás combatientes del bando patriota, pues lejos de entorpecer el comercio británico lo que buscaban eran precisamente capturar súbditos británicos.
Irónicamente el jefe de este grupo era uno de los más reverenciados de los padres fundadores de los Estados Unidos, quien es retratado como ejemplo de virtud: el político, científico e inventor Benjamín Franklin.
Dicho personaje desempeñó un importante papel como diplomático del congreso continental y una de las misiones de Franklin era negociar los intercambios de prisioneros con los británicos, un trabajo sumamente difícil.
Un elemento a tener en cuenta respecto a la dificultad de esta empresa radica en la forma en que los ingleses veían a los patriotas. Desde su punto de vista el conflicto no era una guerra sino una rebelión y por lo tanto los soldados capturados no eran considerados prisioneros de guerra sino traidores a su soberano; lo mismo ocurría en el mar, mientras que para los americanos eran batallas o acciones de corso para Gran Bretaña eran actos de piratería y por lo tanto los vencidos recibían el trato reservado a los criminales en vez de prisioneros.
A causa de este pensamiento un gran número de civiles y soldados sufrieron grandes penurias en horribles pontones navales habilitados como prisiones flotantes. De hecho las cifras demuestran que mientras en las batallas murieron 4.300; las bajas en los pontones llegaron a 13.000 a causa del frio, el hambre y las epidemias.
A este hecho se le ha de sumar que hasta que Francia no se implicó de lleno junto a España, las operaciones militares favorecían a los británicos y por consiguiente las proporciones de prisioneros en manos patriotas era demasiado bajas como para poder establecer una negociación que Gran Bretaña quisiese aceptar.
La flotilla de privateers
Ello llevó a Franklin a diseñar un plan que permitiera la captura de ciudadanos británicos con la esperanza de equilibrar las cifras y poder intentar hablar de igual a igual. Habiendo aprobado la idea era preciso armar buques, Franklin convenció a un armador francés que en caso de apoyar a la revolución no solo le entregarían una patente (lo que haría legar este trabajo) sino que el Congreso Continental renunciaría a su parte del botín, pues solo les interesaban los prisioneros. De tal forma el armador y la tripulación se quedarían con todo lo que transportasen sus presas; este suculento contrato atrajo una gran cantidad de entusiastas de los cuales en su mayoría eran contrabandistas de ron irlandeses.
Pronto el todopoderoso Imperio Británico fue sacudido por el Black Prince, una goleta de 21,5m de eslora por 6,6 de manga, cuyo casco pintado totalmente de negro estaba artillado con 16 cañones y 30 piezas ligeras rotatorias.
Apoyado por el cúter Black Princess como escudero, el cual estaba armado con 16 cañones menores, esta combinación de patriotas y forajidos lanzaron una magnifica campaña que le llevó a apresar 20 buques. Viendo el éxito de sus corsarios Franklin mandó al cúter Fearnot para apoyar a los buques ya mencionados.
¿El resultado? Increíble, en un año de guerra los privateers capturaron 114 buques y a 3.000 prisioneros británicos. Las andanzas de esta curiosa flotilla terminaron abruptamente el 6 de abril de 1780, cuando el Black Prince colisionó con unos arrecifes cerca de la costa francesa, fue entonces cuando Franklin dio por concluida su misión y puso en marcha los engranajes de la diplomacia para un eventual intercambio de prisioneros.
Lamentablemente no existe ningún plan que sobreviva al contacto con el enemigo y esta estratagema no fue la excepción. El gobierno de su graciosa majestad, poco proclive a efectuar intercambios, no reconoció como legales las patentes de corso del congreso continental y en consecuencia los “prisioneros” eran a sus ojos victimas de piratería que en caso de capturar a sus secuestradores ya se encargarían de castigarlos, pero pese a tratarse de ciudadanos británicos leales no eran aptos para negociaciones de este tipo.
Este no sería el único abuso por ambas partes durante el conflicto, no obstante los patriotas se hicieron con la victoria, dando como resultado al nacimiento de los Estados Unidos de América. Irónicamente una de las cláusulas que Franklin intentó negociar cuando ganaron la guerra de independencia fue precisamente la prohibición del uso de privateers por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña en el futuro en caso de que se reanudaran las hostilidades entre ambas naciones.
Evidentemente la idea cayó en saco roto ya que los americanos continuaron concediendo patentes de corso hasta el fin de su guerra civil (1865) y Reino Unido hasta la prohibición de patentes en todo el mundo tras la guerra de Crimea. En la constitución americana articulo 1 sección 8, poderes del congreso dice: tiene facultad para declarar la guerra, otorgar patentes de corso y represalias y para dictar reglas con relación a las presas de mar y tierra.
Estados Unidos no aceptó la adhesión al tratado en 1857 cuando fracasó la enmienda a la constitución para modificar este aspecto. No obstante no lo emplearon aunque la opción fue barajada en distintas ocasiones, no ocurrió lo mismo con los confederados del sur que sí emitieron patentes pese a la prohibición para burlar el bloqueo de la Unión.
“Jamás hubo una guerra buena o una paz mala”
Benjamín Franklin (1706-1790)