Latouche-Tréville, el último tropiezo de Nelson.
Basado en el libro “Life of Nelson: The embodiment of sea power of Great Britain” y los “Archives de l´marine revolutionarie”.
El cambio de centuria no trajo aires de renovación en las relaciones entre Francia e Inglaterra y en el recién estrenado siglo XIX la mutua aversión seguía intacta e incluso iba en aumento desde que comenzara aquel lejano día de octubre del año 1066 cuando las tropas del normando Guillermo el Conquistador probaron el grado de penetración del acero en torso nórdico y dieron muerte en la batalla de Hastings al rey sajón Harold en las praderas de East Sussex, después de haberse tomado la molestia de atravesar el estrecho que separa la Europa continental de esa isla en rudimentarias embarcaciones con el fin de establecerse en esas tierras y refinar los modales de los nativos.
Ante la renuencia ofrecida por estos al cambio, los normandos, un tanto desmoralizados, abandonaron la isla tras casi tres siglos de tentativas de inculcar pulcritud entre ellos y, desde entonces, los anglo-sajones no querían oír hablar de nada que tuviese acento francés, ni siquiera el foie-gras. Este recelo inicial se convirtió en odio acendrado a través de los años, aderezado con múltiples intercambios de salvas navales entre ambos pueblos cuando sus flotas se encontraban en todas las latitudes del planeta con un balance más bien favorable a los sucesores de Harold. Pero los normandos querían volver, ya que estaban encantados con la relativa hospitalidad con la que habían sido recibidos aquel día otoñal, a pesar de las rudas formas de los lugareños, y no podían olvidar su larga estancia en las verdes colinas y valles de la campiña inglesa.
Para nivelar ese desequilibrio en las confrontaciones acuáticas, en el siglo XVIII los descendientes de Guillermo el Conquistador volvieron los ojos hacia el norte y pensaron adquirir una casa en las playas del sur de Inglaterra para pasar los veranos, a pesar del estipendio exigido por el agente inmobiliario inglés: un considerable desembolso en vidas humanas.
En vista de que la corona inglesa rechazaba una y otra vez la oferta de compra por parte gala y que la ancestral casa de Borbón francesa se preocupaba más de organizar fastuosas fiestas en palacio que de surtir una flota-ferry para trasladar a los turistas al otro lado del canal, los que tenían más prisa por poseer una propiedad en las costas de Kent y aprender ese idioma ininteligible in situ tomaron la iniciativa. Tras un par de asambleas en tres tabernas aledañas a la prisión parisina de la Bastilla, decidieron que los Borbones que moraban en el trono de Versalles ya habían engordado suficiente a expensas del erario público. En el orden del día de esa reunión aparecía un punto que sugería mostrar a los monarcas la salida por la puerta trasera de palacio. Una vez descabezada Francia de soberanos, los revolucionarios asumieron las riendas de la nación y se enfrentaron a todas las monarquías de Europa, tras desmochar a los propios monarcas. Los insurrectos estaban ansiosos por probar el invento del Dr. Guillotin en las papadas regias y ver si la sangre de Luis XVI y su familia era realmente azul y tan diferente a la de la canallesca como mantenían.
Uno de los más contumaces vástagos del lejano Guillermo el Conquistador, por cuyas venas fluía sangre sarracena y que no cejaba en su porfía por bañarse al otro lado del canal, tenía una especial avidez por viajar allí a bordo del Majesteux y hablar de negocios con el soberano inglés: “dadme el dominio sobre el canal por 20 horas y las afrentas sufridas durante cientos de años serán vengadas en apenas unas semanas”, aseguró un exultante Napoleón ante sus almirantes en el apogeo de su oligarquía.
El estío de 1801 fue una época de euforia en la marina francesa y, por extensión, en todo el país transpirenaico. Linois en Algeciras y Latouche-Tréville en Boulogne revitalizaron con sendos éxitos sobre la Royal Navy la maltrecha moral de la armada gala tras la escabechina de Aboukir. Además, convencieron a los ingleses que si querían volver y tomarse un fino en Algeciras o un queso tierno en la Normandía francesa serían recibidos como corresponde, siempre y cuando no se comportasen como hooligans.
Ese año fue pródigo en roces entre ambas marinas. Así, mientras la flota inglesa del canal se preparaba en febrero de 1801 para mostrar al príncipe heredero danés y sus súbditos el pintoresco óleo que dejan tras sí las carronadas, con un inexplicable predominio de tinte bermejo, el primer cónsul Bonaparte retomó la idea de reforzar la flotilla francesa del norte y aprovechar el debilitamiento de la Royal Navy en esa lengua de mar, tras haber destacado el 60 % de sus efectivos a la misión escandinava.
Siendo Napoleón un fogoso general en irresistible ascensión y mientras su ejército expedicionario al este se preparaba en el puerto meridional de Tolón en 1798 para que Bonaparte se instruyese en las artes in situ y admirase las pirámides y el Taj Majal, el almirantazgo revolucionario centró toda su atención en el Mediterráneo, asignando los mejores buques y marinos a esta misión, y marginó su poderío naval en el canal de la Mancha. Desde entonces los puertos franceses en ese estrecho, salvo Brest, habían mantenido pequeñas escuadrillas cara a la galería y carecido de una flota de suficiente entidad y garante de la soberanía y seguridad consustanciales a una talasocracia como Francia.
En marzo de 1801, el ingeniero francés Forfait recibió el encargo personal de Napoleón para construir 150 lanchas cañoneras que, unidas a los centenares de embarcaciones de pesca y recreo confiscadas en todo el litoral desde la Bretaña francesa hasta Holanda y que serían alteradas para su adaptación a fines guerreros, servirían para mostrar a las fragatas batidoras inglesas la presencia en toda la costa de una formidable línea avanzadilla de la visita sorpresa.
- Napoleón inspeccionando los trabajos del campo de Boulogne. Pintura de Maurice Orange.
El almirante francés Latouche-Tréville propuso que los viajeros, provistos de bañador y toalla, partieran de los puertos franceses de Dunkerke, Boulogne y Calais en agosto de 1801 como cabezas de lanza de la cruzada contra el inglés, mientras Bonaparte prefería esperar al pleno invierno, confiando en que esta época del año le diese la ventaja de la iniciativa que en otras jornadas bélicas de sus campañas por Europa, cuando había sorprendido a sus adversarios hibernando en sus cuarteles y mecidos por la molicie derivada de la tácita tregua que presupone el rigor estacional. Además, vestido de Santa Claus, el corso llevaría personalmente los regalos navideños a los hijos del rey inglés Jorge III.
Tras ver lo que la flota inglesa había hecho a la escuadra de D´Agailliers en Aboukir, Napoleón conocía de primera mano la capacidad naval anglo-sajona, si bien no entendía por qué Nelson se había empecinado en alumbrar la noche africana prendido fuego a un estético navío como el L´Orient. Además y debido a su aversión al líquido elemento y que era hombre de secano, Bonaparte no comprendía la dificultad que suponía obtener la aquiescencia de sus vecinos del norte para desembarcar en Inglaterra con efectivos, a pesar de las reiteradas explicaciones de sus almirantes. De hecho no se concentró tropa de invasión alguna en aquellos puertos hasta el verano de 1805, y tal como dijo a Cambacérès y Lebrun la construcción de las cañoneras o la movilización de embarcaciones adicionales en Boulogne y Dunkerke de agosto de 1801 fue “una operación de marketing” destinada a embellecer el aburrido litoral para excitar la envidia en sus amigos acérrimos del otro lado del canal. Los acontecimientos y el clima de tensión consecuentes en el estrecho demostraron que consiguió su objetivo.
Cuando los bajeles de la celosa labor de Forfait fueron visibles desde la distancia, la corbeta exploradora inglesa Angel (16) abandonó el litoral francés y arribó rauda a la costa de Kent con nuevas para el almirantazgo: en los puertos franceses y holandeses al otro lado del canal se habían apiñado numerosos efectivos navales de nueva hornada y hervían de actividad (pertrechos, logística e intendencia, según el capitán Rose), principalmente en Calais y Boulogne. La escasa beligerancia intestina en la isla británica durante el recién acabado siglo XVIII atrofió la otrora considerable milicia inglesa y en ese verano de 1801 el ejército de Inglaterra constaba de poco más de 80.000 hombres, de los cuales sólo 30.000 pertenecían a cuerpos regulares, pues el grueso de las fuerzas estaba embarcado en navíos de guerra y distribuido en numerosas flotas fondeadas frente a puertos franceses y españoles por todo el orbe -Mar del Norte, océano Atlántico y mar Mediterráneo, principalmente- con objeto de poner a prueba la paciencia de las dotaciones y el sistema inmune de la plebe contra la malaria, el escorbuto y el dengue.
Sugestionado por los informes de Rose, los cálculos del gobierno inglés respecto a las legiones francesas preparadas para desembarcar en las costas de Kent hablaban de tres veces esa cifra, es decir, 240.000 franchutes dispuestos a arrendar una vivienda en Inglaterra, como habían hecho anteriormente en Italia o Bélgica, por lo que el gabinete al completo del premier Addington no era capaz de conciliar el sueño dos días seguidos, pues sabían que no podían hacer frente a semejante demanda de nuevas moradas. Además, los distintos ministros se preguntaban si serían capaces de cumplir el mandato encargado por el pueblo inglés: “Defender la soberanía de la nación... (sic)”
Saltaron las alarmas y el conde de San Vicente, que acababa de enviar a Nelson a Copenhague bajo el almirante Hyde Parker, sufrió varios episodios de neurastenia cuando Addington lo llamó a su despacho de Downing Street y le exigió una solución rápida para impedir la llegada de las temibles huestes bonapartistas a tierras británicas, lo que parecía cosa de días, y, de paso, curar el insomnio de sus colaboradores. Jervis, que desconocía el origen del desorden onírico que asolaba a esos políticos, era consciente de que su mejor marino se hallaba empeñado en una misión menor que consistía en adiestrar a sus artilleros utilizando como blanco la población civil en el puerto de Copenhague y temió haberse precipitado en su apuesta personal al haber destinado al manco vicealmirante a latitudes tan septentrionales sin los correspondientes anticatarrales para las dolencias que se derivarían del contraste entre la temperatura ambiente y su temperamento, y envió a buscarlo.
Cuando Nelson todavía se estaba limpiando la sangre danesa de la casaca tras comprobar lo certeros que eran sus hombres en los ejercicios, una fragata lo trajo de vuelta a Inglaterra y, tras una breve estancia en su domicilio de amancebado para mudarse el atuendo lleno de coágulos y salitre del mar del Norte, fue convocado de inmediato por el almirantazgo. Durante su viaje desde Portsmouth a Londres, Nelson fue informado oficiosamente por dos correos de que era el más firme candidato para ser despachado a reconocer la costa francesa del canal inglés y hacer las veces de intermediario en la cuestión inmobiliaria que tanto interesaba a los franceses.
Esta disposición no era inane. Incondicional de insignes visitantes a puerto extranjero como Rooke, Vernon, Rodney o Hood, Nelson reunía en su menudo organismo todas las cualidades necesarias, salvo un par de taras físicas, para erigirse en portavoz del gobierno de su majestad durante este periodo en el que los franceses estaban dispuestos a invertir en ladrillo al otro lado del canal.
Desde el momento en que el azote de las marinas española, francesa y danesa se enteró de su nueva misión, intentó zafarse y mencionó un par de colegas como alternativa a sí mismo para comandar la travesía, entre ellos Troubridge y Collingwood. Cuando el bueno de Cuthbert se enteró del detalle agradeció la generosidad de Horacio y declinó la oferta arguyendo que Nelson era muy gentil pero que no quería arrebatarle otro momento glorioso en su carrera.
El almirantazgo se mantuvo impertérrito ante las súplicas de Nelson y se regocijaba al ver como el adúltero vicealmirante expiaba su osadía por haber manchado la reputación de la marina al engendrar una hija bastarda asignándole sucesivas misiones, a cual más peliaguda, si bien en esta última atesoraba gran experiencia después de haber saludado San Juan, Cádiz y Sta. Cruz de Tenerife en años previos. El caballero de la orden de Bath alegó salud renqueante –sufría reuma y artrosis- y necesidad imperiosa de encajar su estado emocional y elevar los biorritmos mediante una larga estancia con los suyos en Inglaterra (y no en Boulogne), después de haber estado cuatro meses alejado de Emma y Horacia explicando a cañonazos a daneses, noruegos, suecos y rusos los beneficios de sintonizar con Inglaterra en cuestiones de política exterior. Nelson dejó constancia de la congruencia entre lo que decía y lo que hacía en la siguiente afirmación a un diario londinense poco antes de que le fuese adjudicado este nuevo recado en Boulogne como broker inmobiliario: “Nunca pongas en entredicho la oportunidad de las órdenes recibidas”.
Tras los reveses sufridos en Cádiz y Tenerife en 1797, Nelson se abstuvo de elegir un armatoste para este cometido y elevó su estandarte en una ligera y maniobrable fragata, la Medusa, de 42 piezas, con la que llegó frente al puerto de Boulogne el 3 de agosto de 1801 al atardecer, acompañado por 28 unidades cañoneras. Allí se posicionó prudentemente a 3 Km de distancia, lejos del alcance de la artillería y sólo dentro del radio de acción de los morteros pesados.
Una vez rezadas sus oraciones al cabeza de la iglesia anglicana (el rey), Nelson dispuso una división de bombardas delante de su escuadrilla y ordenó empezar las salvas de saludo a las 5 de la mañana del 4 de agosto. “Abrámonos paso hasta el puerto”, animó desde la cubierta de la Medusa, mientras rompía el ayuno con sus consuetudinarios huevos escalfados y beicon. Durante todo el día, concentró la mayoría de los proyectiles en el centro de la línea francesa, inundándola de bombas para forzarla a regresar a puerto. Una buena parte de ellos, provenientes de morteros pesados, pasaban por encima de la línea anclada y caían en tierra. “Nuestros hombres, inmutables ante este fuego incesante, desplegaron gran gallardía y frialdad”, rezaba un titular del periódico “Le Parisien” pocos días después. Los lectores se quedaron sorprendidos ante la solvencia militar de estos soldados y el rigor informativo del diario.
Los franceses capeaban la tormenta como podían. No tenían los medios para devolver las salvas. Las cañoneras habían sido construidas precipitadamente por Forfait ya que durante todo el proceso diez esbirros de Napoleón, blandiendo sendos garrotes, se paseaban por el dique y supervisaban el ritmo laboral de los operarios. Los botes no podían resistir el impacto de los morteros y sólo pudieron disparar algunos proyectiles mal dirigidos. La pólvora de los viejos almacenes del arsenal boloñés no tuvo gran utilidad y no lanzaba las balas lo suficientemente lejos. Nelson sonreía cuando una bala se quedaba corta y salpicaba el agua. No se rió tanto cuando oyó un estampido próximo, se apartó el anteojo de la cara y advirtió que la baranda de la toldilla donde se apoyaba también estaba salpicada, pero de rojo, y que a sus pies yacía lo que parecía un marine exangüe.
Frustradas por este raquítico rendimiento, las tropas francesas pidieron avanzar, ora para que los disparos alcanzaran el objetivo, ora para abordar al enemigo. Pero las cañoneras de vela simple ideadas por Forfait no se manejaban bien en el reinante viento del noreste. Latouche-Tréville sopesó la idea de salir al encuentro de Nelson con estas embarcaciones de pieza única e invitarle a un desayuno francés con productos avícolas a bordo del Etna, pero sus oficiales rehusaron la propuesta: “hubiesen sido arrastradas por el viento y las corrientes hacia la línea inglesa y obligadas, para volver a puerto, a exponer sus costados, dejándolas indefensas, pues la pieza está en la proa. Además, no tenemos suficientes huevos”, alegó, entre otros, Michel Margolí.
- Retrato del entonces contralmirante Louis-René-Madeleine de Latouche-Tréville.
Según lo relatado por los reporteros francos destacados en Boulogne, la resistencia gala permaneció inmóvil bajo este riego de hierro de 16 horas. El ojo bueno de Nelson tenía grabada la huella del catalejo después de haberlo mantenido crispado contra la cara durante 4 horas para ver la evolución de las negociaciones. La humildad francesa y la objetividad periodística quedaron plasmadas en aquella reseña de Le Parisien sobre el ataque: “Nuestros hombres se reían de la oleada balística mientras los obuses pasaban por encima de las cabezas. El valiente comandante Latouche-Tréville estaba en el medio de la línea con el coronel Savary, ayuda de campo del primer cónsul”. En contra de sus deseos, Bonaparte no pudo asistir personalmente a las negociaciones con Nelson por desconocer ese idioma bárbaro y envió a este coronel polígloto en su nombre.
A pesar del despliegue artillero inglés y que un enorme número de balas fue disparado (los partes de Nelson hablan de 50 cada cañonera), no hubo gran cantidad de bajas y nadie fue herido de consideración, salvo los lamparones en la recién lavada chaqueta de Nelson y la citada magulladura en el arco superciliar.
Por parte francesa el balance fue aún mejor. Dos lanchas fueron hundidas pero no se perdió un solo hombre. La cañonera Mechanté, comandada por el capitán Margolí, recibió un impacto en todo el medio de la borda. Éste oficial ordenó a sus hombres saltar sobre otra embarcación y, manteniendo a dos de ellos malheridos consigo, recuperó su lancha, que hacía agua por todas partes, y la llevó a tierra antes de que pudiera hundirse. Apareció retratado como héroe en el diario boloñés. Curiosamente, en el Times lo calificaron de maldito francés.
En esta primera incursión, los ingleses llevaron la peor parte. Tuvieron 4 ó 5 muertos y heridos y dos cañoneras acabaron en el fondo del estrecho. Nelson se retiró compungido prometiendo regresar en breve con más formación en la lengua vernácula y en el arte de la compra-venta de fincas para convencer al almirante francés de que la travesía por el canal entrañaba algunos riesgos. Su reaparición se esperaba todos los días en la costa francesa. Latouche-Tréville se preparó para recibirlo cordialmente y, ante las quejas de un reportero inglés, aseguró que en las próximas negociaciones habría un receso para el té de las 5. Reforzó su línea dotándola con mejor munición y animó a sus marinos y soldados, ya llenos de ardor y orgullosos de haber vencido a los ingleses en su propio elemento. Tres batallones fueron elegidos entre las brigadas nº 46, 57 y 108 y embarcados en la flotilla de defensa para ese cometido.
Por su parte, Nelson rezó un responso hereje sobre las aguas por los caídos y abandonó el escenario de esta nueva tentativa frustrada como enviado de la corona. Enfiló hacia Inglaterra y vientos contrarios lo obligaron a dirigirse a Margate, en la costa inglesa del canal, a donde llegó el día 6 de agosto. Su autonomía en esta misión incluía procurarse los medios humanos necesarios para tener éxito, un recurso ahora más escaso, por lo que deambuló por varias localidades sureñas con este fin. Allí y a veces de forma patética, arengó a los soldados de los destacamentos para que se unieran a la escuadra e incrementar así sus efectivos a bordo para la próxima arribada a Boulogne, pues la primera había adolecido de tropa suficiente, entre otros problemas. Como él mismo diría posteriormente: “tuve que hacer las veces de sargento de recluta”.
En un acto desesperado de proselitismo y apelando al amor que los soldados debían a la patria y al rey, y en cierto modo también a su misericordia, Nelson aseguró a los partisanos de Margate y todas las villas a lo largo de la costa de Kent que los franceses estaban a punto de zarpar hacia Inglaterra y que ésta necesitaba imperiosamente de sus servicios para iniciar un ataque preventivo contra las costas galas para frustrar, o al menos ralentizar, la llegada de la flota. Nelson advirtió que a los soldados no les gustaba nada luchar sobre embarcaciones y que a él le disgustaba profundamente ver como su prestigio caía en picado al asumir este papel de pedigüeño, después de haber sido vitoreado y halagado en la mismísima corte de Buckingham. Además, a un hombre culto como él, hecho al cockney de Londres, le costaba entender el acento local. Ante la persistente reticencia, doró un poco la píldora garantizando que serían traídos a sus destinos en tierra firme una vez descartado el albur de incursión por sorpresa. “El material que vi no creo que pueda remar hasta Inglaterra, y a vela no llegarán” insistía para hacer ver a la infantería que la misión no ofrecía grandes dificultades.
La penosa cuestación de Nelson se granjeó la confianza de 385 efectivos, que al día siguiente se unieron a las unidades y embarcaron en su flotilla. Los restantes 2.300 alegaron motivos varios para rehusar formar parte de un crucero al otro lado del canal amenizado por fuegos de artificio en forma de cañonazos con sello revolucionario. En dos epístolas a Jervis, el vicealmirante se quejó amargamente de su escaso éxito como reclutador y de la falta de patriotismo y pundonor de los soldados ingleses que guardaban el canal: “desean abandonar sus ocupaciones tanto como sus superiores”, escribió, adjudicando al consejo de éstos a sus subordinados, contrario al embarque para atacar puerto enemigo, parte del fracaso de la leva.
Nelson quedó turbado ante tanto apocamiento, sobre todo cuando lo comparó con su propio orgullo y amor al rey, a pesar del desaire sufrido por él y Emma en Buckingham tras su viaje a Copenhague. En otro párrafo de su carta a Jervis llegó a insinuar que estos soldados estaban “afrancesados” y que les traía sin cuidado una postrera llegada del ejército de Bonaparte. Durante el esfuerzo por ganarse su confianza, Nelson observó que algunos oficiales mostraban ciertas reservas hacia la idoneidad del sistema de gobierno inglés y veían con buenos ojos una “reforma a la francesa” de los postulados sobre los que se basaba la monarquía.
Esta actitud reforzó su idea y la del propio almirantazgo de que la gran baza ante el ultimátum de invasión era destruir la flota enemiga en alta mar o en sus propias costas antes de que ésta se presentase en casa, puesto que una vez en esta tesitura, el desastre sería cosa de días: “nuestra fuerza activa es perfecta y posee tanta diligencia que sólo deseo sorprender a ese Bonaparte en el agua”, escribió de nuevo a Jervis tras su reclutamiento a lo largo de la costa meridional inglesa y los canales del Támesis. Nelson estaba un poco dolido porque su elegancia inglesa había quedado en entredicho entre los monsieurs desde aquel día de verano de 1798 en que no pudo presentar sus respetos y desear suerte desde el Vanguard a Bonaparte cuando éste se dirigía a Egipto, a pesar de haber batido el Mediterráneo de arriba abajo.
De vuelta en Margate y tras un periplo de una semana, había sido capaz de alistar suficientes efectivos para dotar una fuerza de cuatro divisiones de lanchas cañoneras, cada una de 15 unidades, que se dirigiría en los próximos días al puerto de Boulogne con objeto de pedir permiso al farero, atracar y pasear por la villa. Pensó que si el tira y afloja de la operación catastral tenía lugar en suelo francés las discrepancias desaparecerían. La mitad de la primera división tenía la misión de apresar y arrastrar al lado inglés del canal aquellas embarcaciones que fueran capturadas, con objeto de que Nelson diese el visto bueno para incorporarlas a la insigne Royal Navy. La segunda división quedó al mando del capitán de fragata Edward Parker, pariente próximo del almirante de infausto recuerdo a las órdenes del cual Nelson acababa de pasar unos días de ocio en Copenhague. Cuando éste tuvo noticia de los lamentos galos respecto a la mala calidad del arsenal, decidió que una sección de lanchas con obuses se encargaría de enviar munición competitiva abundante al puerto tras la línea de lanchas cañoneras.
Después de que varios de sus botes acabasen estrellándose contra las rocas de la tinerfeña playa de la Candelaria hacía exactamente 4 años por no esperar a que el práctico les indicase el trayecto y momento oportunos para entrar en puerto, Nelson ordenó que en este segundo envite las barcazas cruzasen el canal inglés unidas entre sí por cables de remolque para evitar la dispersión y facilitar la concentración de hombres y fuego sobre el enemigo, eso sí, a expensas de la velocidad de avance. A las 11.30 de la noche del 15 de agosto de 1801 la escuadrilla inglesa se presentó nuevamente ante Boulogne y Nelson respiró aliviado al comprobar lo que parecía una línea defensiva del puerto menor de lo que esperaba. Confiaba que sus 70 cañoneras serían suficientes para reducir el amparo de la villa que había preparado su homólogo francés, el almirante Latouche-Treville y que el puerto de Boulogne carecía de las dimensiones necesarias para albergar una flota de invasión. “¿De dónde va a venir nuestra invasión?. La ocasión se ha perdido”, relató a Jervis en otra carta, un poco más optimista, incluso mordaz, que aquélla en la que se quejaba de la abulia de la soldadesca inglesa. “La historia de los botes puede ser parte de un plan de invasión, pero no constituye uno por sí misma”, subrayó.
Pero el bizco almirante inglés había infravalorado la mente y el arrojo de su interlocutor galo. Responsable de varios hundimientos de buques ingleses en el transcurso de la conflagración naval cuando Francia apoyó la guerra de la independencia de los futuros Estados Unidos, Latouche-Tréville era un marinero tan trabucaire como el propio Nelson y férreo defensor de la idea de guerra preventiva y de visitar Inglaterra sin invitación previa para “amputar el mal en origen”, según sus propias palabras, extraídas de una carta al almirantazgo francés tras la Paz de Amiens. Su alta cuna le costó unas cortas vacaciones en los mugrientos calabozos del ayuntamiento parisino cuando estalló la revolución y los sans culottes quisieron limar cualquier atisbo aristocrático en las filas de la armada persiguiendo y extirpando todos los nódulos nobiliarios que plagaban la oficialidad de la marina francesa.
Tras un periodo como audaz bucanero, Latouche-Treville fue llamado de vuelta a Francia desde las antillas francesas a principios de 1801 por el mismísimo Napoleón cuando éste se enteró de la diligencia con la que la escuadra corsaria de Latouche-Treville despachaba naves inglesas en aguas tropicales. A pesar de habérsele diagnosticado un serio problema coronario el otoño anterior y que el corazón no le permitía demasiadas alegrías, con cincuenta y seis años recién cumplidos Latouche-Treville era un competente y decoroso lobo de mar con tantas cicatrices de guerra como años de servicio.
Esa arritmia cardiaca fue un presente que trajo consigo a Europa y que había cosechado durante su etapa de pirata y sátiro en aquellos soleados pagos. En 1799 y tras ofrecerse a la marina revolucionaria mediante un anuncio en el periódico L´Moniteur, le fue concedida por el almirantazgo de Brest una patente para azotar los bajeles ingleses en aquellas lejanas latitudes. El entrecano Latouche-Tréville reunió una escuadra de desvencijados bajeles y los dotó con un hatajo de desheredados seleccionados cuidadosamente entre los arrabales toloneses y marselleses, zarpó desde Tolón hacia el mar de las Antillas y tornó filibustero.
Durante una recalada en Santo Domingo una vez desecho un convoy de 13 transportes ingleses, Latouche-Tréville perdió parte de su flema bretona cuando Amelie Bressiere, una mestiza de formas rotundas, entró a formar parte del servicio en el hospedaje donde se alojaba. Inclinándose lo suficiente para que el tembloroso aventurero advirtiese su contorno mamario en perspectiva vertical cuando eran presentados, Amelie esbozó una sonrisa y dejó al descubierto una ristra de satinados dientes perfectamente alineados que cuartearon las defensas viriles del marino. Ni el navío inglés más artillado había sido capaz de provocarle tanta inquietud. Transcurrido el preceptivo periodo de cortejo femenino –un par de horas- en el transcurso del cual el área del cerebro de Latouche-Tréville que rige la cordura quedó súbitamente entumecida y su elocuencia transformó en autista, las exigencias carnales de los bravos quince años de esta hembra tostada por el sol caribeño añadidas al estruendo de los cañones ingleses resultaron fatales para el ajado corazón del maduro forajido francés, lo que, a la postre, conduciría a Latouche Treville a un prematuro y honroso deceso a bordo de su navío fondeado en Tolón en agosto de 1804: “un almirante está contento de morir bajo la insignia de su barco”, argumentó pocos días antes, declinando ser llevado a tierra a pesar de ser consciente de la inminencia del óbito.
Cuando los informes en poder de la inteligencia gala de la primavera de 1801 indicaron que Nelson se disponía a pasarse por Boulogne, Latouche-Tréville organizó la recepción al inglés. Diseñó un plan de entrenamiento de artillería que obligaba a los soldados a estar 6 horas diarias cargando y disparando las piezas con fuego y munición reales, lo que explica en parte que el ecosistema marino frente a esa localidad quedara casi destruido al tener que absorber tanto óxido. Asimismo, mediante ejercicios repetidos hasta la saciedad, convirtió desdeñosos y atemorizados marinos en expertos en el arte de la maniobra velera y del abordaje, que se encaramaban y descendían de un navío en un suspiro.
Durante la primera irrupción inglesa, Latouche-Tréville dispuso a 300 metros una línea paralela al puerto de tres divisiones de cañoneras atadas entre sí por dos cables longitudinales, uno a proa y otro a popa. Esta fortificación flotante estaba integrada por las chapuzas ideadas por Forfait, en la proa de cada una de las cuales se montó una pieza de a 36 libras. Bergantines de 6 cañones por banda de a 24 libras se alternaban en la línea defensiva con las cañoneras. Todos ellos ofrecían el costado a la llegada de los hijos de la Gran Bretaña. Además, Latouche-Tréville se valió de tres batallones de infantería (unos 1.000 hombres) a bordo de estas embarcaciones para asistir a los marineros y artilleros.
Todo parecía indicar que este sería una tentativa más concienzuda y seria y un intento de abordaje a la línea defensiva francesa. Nelson ponderó con sumo cuidado los preparativos de esta peligrosa expedición, supervisando personalmente todos los detalles, asegurándose que él no participase, “como puedes creer, querida Emma”, escribió a bordo de la Medusael 3 de agosto de 1801 a aquélla que tenía su más íntima confianza, “mi mente se inquieta ante lo que va a acontecer esta noche: una cosa es ordenar y organizar un ataque y otra ejecutarlo; pero te aseguro que he tomado más precauciones por otros que si fuera yo mismo, en cuyo caso mi mente estaría completamente relajada”. Como le había pasado en Tenerife en 1797, Nelson seguía inquieto por su desconocimiento de las lenguas romances.
Esto era lo que los franceses querían: una oleada con enjundia y un interlocutor inglés de renombre. Nelson se personó ese día frente a Boulogne con 35 naves, muchísimos botes y 2.000 hombres, casi el doble de los que disponía Latouche-Tréville. Hacia el atardecer congregó las lanchas alrededor de la Medusa, repartió los hombres en ellas y les dio sus instrucciones. Todavía padecía el shock post-traumático de su visita a Tenerife, cuando fue enviado por Jervis a hacer un estudio botánico en las laderas del Teide sin que aquél hubiese solicitado la oportuna licencia. Su minusvalía braquial y reciente paternidad, así como un cierto aburguesamiento propio de todo un vicealmirante, le sirvieron de advertencia para no asumir demasiados riesgos y mantener una discreta distancia del meollo de la acción sobre la toldilla de la Medusa, mientras confiaba el éxito de las conversaciones a 4 novatos deseosos de reconocimiento en las filas de la Royal Navy.
Las barcazas, tripuladas por marineros ingleses y unidas por cables de remolque, debían avanzar a remo durante la noche y abordar la línea francesa, “pero como suele ocurrir con los ataques coordinados siempre, por una u otra razón, terminan haciéndose de forma desconectada”, explicó a Emma en otra carta. Las dispuso en 4 divisiones. Una quinta debía posicionarse en un flanco y cañonearla. En una oscuridad casi total, alumbrada por el tenue fulgor de las estrellas, estas 4 divisiones al frente de la cual designó a los capitanes Sommerville, Parker, Colgrave y Jones, avanzaron rápidamente hacia la costa de Boulogne basándose en músculo remero. Una pequeña lancha francesa con sólo 8 hombres había sido dejada como punto más alejado y aduana para pedir el visado a los ingleses. La mayoría carecía de él. Fue rodeada y abordada, pero el ruido de la mosquetería sirvió para anunciar la presencia de los visitantes al grueso de la línea gala.
Las cuatro divisiones inglesas se acercaron con todos los hombres en los remos. Tan pronto como fueron divisados, una descarga de fusilería y metralla francesas hizo las veces de bienvenida. La 1ª división, comandada por el capitán Sommerville, fue arrastrada por la marea fuera de su curso hacia el este, más allá del flanco derecho, el que tenía que acometer. Las dos divisiones del centro, mandadas por Parker y Colgrave, que bogaban directamente hacia el centro, lo alcanzaron primero hacia la 1 de la madrugada, atacándolo desordenadamente. La del capitán Parker, después de haber intercambiado con la flotilla francesa un denso fuego, se lanzó contra uno de los bergantines grandes que Latouche-Tréville había intercalado entre las cañoneras para apoyarlas. Era el Etna, bajo las órdenes por el capitán Pevrieu. Seis lanchas ligeras de remos se acercaron para tomarle medidas, en una de ellas iba Parker. Los ingleses subieron en tropel asidos a los garfios con sus oficiales al frente, pero fueron recibidos a bordo por 200 infantes y repelidos a bayonetazos. Cuando se incorporaba por la borda del Etna, Parker encajó un disparo en el vientre por no dar el santo y seña a pesar de la reiteración de Pevrieu y se precipitó al vacío. No se supo más de él. Pevrieu, después de haber discutido acaloradamente con dos marinos ingleses sobre la autenticidad de ese código secreto, los finiquitó con daga y lanza.
- Fuerzas de Nelson atacando la flotilla de Boulogne el 15 de agosto de 1801. Pintura de Louis-Philippe Crepin. Entre la noche del 14 y el 15 de agosto de 1801 el Vicealmirante Nelson mandó atacar las bases de Boulogne, para intentar destruir la enorme concentración de pequeñas embarcaciones francesas dispuestas por Napoleón para una hipotética invasión. La defensa de estas fuerzas corrían a cargo del almirante francés Latouche-Tréville, quien consiguió repeler el ataque que cuatro divisiones de pequeñas embarcaciones británicas hicieron esa noche. Los británicos perdieron 6 embarcaciones y sufrieron 44 muertos y 126 heridos en total de las 4 divisiones que formaban parte de la flotilla de ataque. Los franceses perdieron una embarcación y tuvieron 8 muertos, 24 heridos y 12 desaparecidos.
La fusilería de las barcazas recibió a los ingleses con la misma diligencia. Cuando se quedaron sin cartuchos, los albergó a bordo con bayoneta y hacha, tras contestar los visitantes negativamente al ser preguntados si tenían algún prejuicio respecto a los medios utilizados para enviarlos al otro mundo. Poco después, la división del capitán Colgrave atacó con premura la fila de embarcaciones que le correspondía, pero sin resultado. Una gran cañonera, la Surprise, fue rodeada por cuatro lanchas inglesas. Pero su dotación desarrolló todo lo aprendido en aquellas prácticas y contrastó la eficacia del soporífero entrenamiento diseñado por Latouche-Tréville. Hundió la primera de las lanchas, capturó la segunda e hizo huir a las otras dos. Los soldados y marinos franceses, hombro con hombro y perfectamente compenetrados, porfiaban alentados y orientados por Latouche-Tréville y Savary, encaramados en la cofa del bergantín Etna, desde donde el resplandor de las descargas de fusilería y cañones ingleses daban a estos oficiales una idea de la posición y trayectoria de los visitantes. El almirante francés estaba muy contrariado, pues no podía ver a Nelson y le hubiese gustado enviarle un souvenir incandescente parecido al que le habían entregado en el puerto de Tenerife.
Mientras la 2ª y 3era. divisiones inglesas eran así recibidas, la 1ª que debía dirigirse al ala derecha y que había sido separada hacia el este por la marea, fue incapaz de llegar a la escena hasta un buen rato después. Intentando corregir su rumbo, parecía bogar hacia el extremo de la línea francesa y tratar de pasar entre las cañoneras y la costa, una maniobra que enfatizó Nelson en sus directivas de preparación de la visita y de la que él sabía un rato. Los aburridos destacamentos del regimiento nº 108, apostados en tierra e inactivos, se llevaron una alegría cuando fueron conscientes de la presencia de los ingleses y les dedicaron una afable bienvenida mediante una copiosa salva. Los ingleses, sin desmayo, remaron hacia la cañonera Vulcan, fondeada en el extremo derecho de la línea. Era la favorita de Nelson y les había pedido traérsela. El teniente al mando, Gueroult, los recibió a la cabeza de sus hombres y algunos soldados de infantería. Tampoco tenían permiso de entrada en el país y apenas balbuceaban el santo y seña en boloñés. Mientras los delegados de ambas partes argüían en la cubierta de la lancha, los ingleses, que la rodeaban, trataron de cortar los cables para cumplir el encargo de su comandante. Pero surgió un imponderable: uno de ellos era una cadena y resistió todos los intentos de corte. Los disparos desde otras barcazas y desde tierra obligaron a Sommerville a ordenar retirada y esta división se replegó. El crucero fue un estrepitoso fracaso tanto en este punto como en los otros.
El día empezaba a asomar. La cuarta división inglesa, que se dirigía a la izquierda de la línea francesa, fue obligada a hacer un desvío hacia el oeste contra la marea, que iba en sentido contrario, y no pudo llegar a tiempo para la llegada conjunta que pretendía Nelson. Gracias a la oscuridad, las piezas inglesas no habían hecho mucho daño en la línea de contención flotante. Los viajeros fueron rechazados en todos los frentes por sus modales nefastos y, además, habían dejado el mar perdido. Después de la excursión, cuarenta y cuatro ingleses prefirieron quedarse flotando exánimes sobre las aguas y 128 acabaron maltrechos y fueron llevados de vuelta por sus compañeros hasta la Medusa en donde expresaron a Nelson su deseo de no volver a un país en donde existe una gran barrera lingüística, ya que no llegaron a entenderse con los residentes.
“Nelson intentó destruir nuestra flota dos veces, y dos veces fracasó rotundamente: en el segundo ataque, que empezó por la noche, y continuó vigorosamente con objeto de abordaje, el almirante Latouche-Tréville obligó a los ingleses a retirarse, tras infligirles serias pérdidas”.
“Nuestros hombres tienen la moral muy alta, no han sufrido mucho, mientras que los ingleses lo han pagado caro. Lo que más satisface de esta acción brillante es haber batido a Nelson en persona y haber anulado todas las amenazas de destrucción que este marino había lanzado públicamente contra nuestra flotilla”, podía leerse en la editorial de Le Parisien el día 20 de agosto de 1801.
“El efecto contrario necesariamente tuvo lugar al otro lado del canal y aunque este combate al ancla no prueba lo que una flota similar hubiese hecho en el mar con 100.000 hombres a bordo, la confianza de los ingleses en el genio emprendedor de Nelson esta un poco resentida y el desconocido peligro por el cual se les amenazaba –la invasión- les produjo todavía más inquietud que antes”, aseguraba su editor.
Antes de que el almirantazgo sugiriese Boulogne, Nelson consultó con el conde de San Vicente la viabilidad de un posible paseo por Flushing (suroeste de Holanda) con 5.000 hombres. Jervis, que había dado al héroe de Aboukir libertad de acción, replicó que no creía en consultas y que siempre las había evitado. “Yo desapruebo consultas innecesarias como cualquier otro” repuso Nelson, “pero, al ser una cuestión de envergadura, no debería encontrar justificación en arriesgar nuestros barcos por los canales de Flushing sin boyas señalizadoras y pilotos, sin una consulta a hombres como su señoría, y también creo que Vd creería totalmente innecesaria una orden”. “Lord St Vincent me dice que odia los consejos y sondeos”, le escribe más bien acerbamente al primer ministro inglés Addington. “Yo también, entre militares; porque si un hombre consulta si tiene que luchar cuando tiene la decisión en sus propias manos, es seguro que su opinión es contraria a la contienda, pero ese no es el caso presente, y reconozco que sí necesito un buen consejo”.
“St. Vincent se inclina por mantener al enemigo firmemente embotellado, pero veo que sus barcos se quedan en puerto y se pertrechan detrás de sus bancos de arena, al abrigo de sus piezas, que se alinean por toda la costa de Francia. Hood aboga por mantener las escuadras defensivas estacionadas en nuestros propios puertos (excepto veleros ligeros que den información sobre los movimientos del enemigo). Cuando hombres de ese gran raciocinio e insignes oficiales difieren tan grandemente en la estrategia, ¿no es natural que yo desee que el modo de defensa sea organizado y decidido mediante la consideración madura de hombres de razón?”
Nelson no había visitado Flushing y creyó necesario satisfacerse en ese punto para reconocer el puerto y averiguar si se había equivocado al designar Boulogne como destino vacacional de sus hombres. El 24 de agosto, llevándose a 24 timoneles consigo, cruzó desde los Downs ingleses, arribó a Flushing e inspeccionó el terreno, donde el oficial al cargo del escuadrón inglés de observación estaba seguro que algo podría efectuarse. Nelson, sin embargo, disintió. “No puedo sino admirar el pundonor del capitán Owen en su anhelo de encarar al enemigo, pero me temo que eso le ha hecho infravalorar los bancos de arena y las mareas que nos haría quedar a merced del enemigo. Podría unirme a él de corazón en su deseo, pero no podemos hacer el imposible, y estoy tan poco acostumbrado a descubrir los imposibles como cualquiera, y creo que puedo discernir entre lo impracticable y el claro prospecto del éxito”.
El 27 de agosto regresó a los Downs (costa sur de Inglaterra), donde, tras una breve e irrelevante pausa, permaneció hasta que en octubre de 1801 los franceses cejaron en su ahínco para instalarse en Inglaterra y poco después firmaron un documento titulado “Paz de Amiens” redactado en papel mojado.
Cuando este breve periodo de armonía entre las dos potencias llegó a su fin y los galos volvieron a poner los ojos en esas solariegas playas de Dover, Nelson se enteró de que Latouche Treville estaba comisionado en el puerto francés sureño de Tolón al frente de la masa expedicionaria. El vizconde inglés, que no conocía la villa salvo un viaje relámpago que hizo a bordo del Agamemnon en 1793 a la costa azul para broncearse y había hecho un curso rápido de francés en las pascuas de 1803, quiso exponer a Latouche-Tréville nuevamente las condiciones de la corona inglesa en la transacción inmobiliaria y se presentó como voluntario a principios de 1804 para visitar Tolón. Durante la travesía y ya rebasado el estrecho de Gibraltar, intercambió señales explosivas con cualesquiera navíos franceses y españoles con los que se topó en el Mare Nostrum. Su escuadra se posicionó frente a ese puerto, donde estaba la flota francesa del Mediterráneo encabezada por el buque insignia de Latouche-Tréville, el Bucentaure.
Nelson pasó varios días muy triste porque Latouche-Tréville no salía a recibirlo y entonces le propuso un entretenimiento: la tediosa inactividad entre ambas flotas sería sazonada mediante alejamientos de la inglesa para concitar la salida de puerto de los navíos de Latouche-Tréville, algo que no ocurrió, principalmente debido a que éste se pasaba largas horas absorto en un retrato de su inolvidable Amelie Bressiere, que había mandado colgar en la pared de su escritorio. Cuando supo esto, fue indulgente con el francés, ya que Nelson tenía un conocimiento empírico de primera mano relativo al efecto nocivo de los dardos de Cupido sobre las obligaciones de un hombre de mar.
A falta del juego del ratón y el gato, ambos mandos se entretuvieron enviándose cartas entre sí y a las publicaciones y durante este periodo llegaron a sostener un estrecho lazo. Declaraciones de uno y otro sobre su rival solían aparecer en los periódicos locales. “Nelson es un ejemplo para cualquier marino”, llegó a decir Latouche-Tréville en la cúspide del delirio previo a su muerte. “No me cabe duda de que tan pronto como reciba una misión, es el tipo de hombre que, para cumplirla y ejecutar sus órdenes, abandonará puerto y arriesgará un encuentro con nosotros”. Ésta fue una de las últimas afirmaciones de Nelson sobre Latouche-Tréville, hecha pública el 9 de julio de 1804. Bajo de la serenidad de estas palabras, Nelson estaba profundamente conmovido, ya que en su corazón latía el deseo de abrazar a su símil francés y confortarse mutuamente en sus desdichas por estar lejos de sus amadas.
No tuvo tiempo el minusválido vicealmirante de doblegarlo y adecentar su hoja de servicios en lo que atañe a visitas a puertos ajenos sin beneplácito previo, ya que un mes después un infarto masivo de miocardio hizo cesar definitivamente en su cargo al hombre que supuso el último escollo en la exitosa carrera del vicealmirante Nelson. La noticia supuso un mazazo para Napoleón, pues Latouche Treville contaba son toda su confianza para que lo llevase a él y su familia a través del canal con objeto de disfrutar unos días de esparcimiento en el castillo de Balmoral con la familia real inglesa (y probablemente entregar el trono a uno de sus hermanos, tras un par de abdicaciones). Bonaparte tuvo que reemplazarlo por Villeneuve, que no era tan buen piloto, y abandonar su ilusión de poseer una finca en la isla.
Este deseo del emperador por congraciarse con los suyos y su fijación por hacer reyes en distintos países europeos a parientes en primer grado de consanguinidad fue consecuencia de un trauma infantil que sufrió cuando, estando en el colegio, fue vejado y acusado de misantropía por los otros niños por no haber elegido a su hermano en el juego de la gallina ciega.