Por Juan García (Todo a Babor)
En noviembre de 1782 la Corte de Viena había ultimado un tratado de paz con la Regencia de Argel, que debería haber llevado pareja un respeto de los corsarios berberiscos a su tráfico mercante, que al igual que otras naciones europeas, como España, había sufrido los constantes ataques de estos corsarios y piratas.
Pero ese mes se halló en el Mediterráneo la siguiente escena: un corsario argelino de porte de seis cañones se encontró con un buque de guerra imperial de 18, mucho más grande y poderoso.
Ni corto ni perezoso el Arráez argelino solicitó que, desde el buque austriaco, se echase al agua un bote y pasara a su bordo alguno de la tripulación, suponemos que para informar al corsario.
El capitán del buque de guerra imperial se enojó sobremanera ante la impertinencia de lo que ellos consideraban unos vulgares piratas. Vamos, venirle a él y exigirle que le rindiera pleitesía a una panda de piojosos corsarios.
Así que, rojo de rabia por tal atrevimiento e insolencia, mandó descerrajar una andanada con los nueve cañones de una banda que obligó al corsario a huir despavorido.
Enterado el Bey de Argel se negó a firmar el tratado y la Corte imperial de Viena se vio obligada a informar a la Sublime Puerta de Constantinopla de que se hiciera respetar el Tratado de paz de Belgrado, en el cual ofreció al Gran Señor proteger el comercio y la navegación austriaca en los mares de Turquía, e insinuando a la Corte Otomana que serían responsables de todos los daños que padecieran las embarcaciones imperiales por parte de los argelinos, tunecinos y demás naciones de la belicosa Berbería.
- Fuente: Gaceta de Madrid
- Imagen: grabado del siglo XIX de autor desconocido.