Por Guillermo Nicieza Forcelledo
Autor del libro: «Leones del mar. La Real Armada española del siglo XVIII» y «Anclas y bayonetas»
Índice
Antecedentes
La Guerra de los Siete Años fue uno de los conflictos mundiales más importantes del siglo XVIII y posiblemente uno de los más costosos en materia de bajas civiles y militares, y daños materiales a ciudades, pueblos y villas.
En ese sentido, puede considerarse como una de las primeras guerras de concepción moderna a causa del grandísimo despliegue de tropas, de las concepciones estratégicas y tácticas, de la alta complejidad de las operaciones militares y de la participación de las principales potencias europeas.
Además, se produjo una paulatina extensión del conflicto en varios frentes territoriales, no sólo en campo europeo, como era previsible por su casus belli, sino también asiático y americano.
Si bien España en un primer momento no se sumó al conflicto, que había estallado en 1756, posteriormente, la serie de derrotas sucesivas que sufrió Francia tanto en suelo europeo como más especialmente en Norteamérica a manos de Reino Unido fueron percibidas desde Madrid como una amenaza directa para los intereses españoles en la región, además un desequilibrio de poderes.
En este contexto estratégico, el 15 de agosto de 1761, el rey Carlos III de España y el rey Luis XV de Francia firmaban el III Pacto de Familia, por el que España se sumaba a los intereses franceses en apoyo de Austria, que trataba de recuperar Silesia, cedida a Prusia por el Tratado de Aquisgrán que había supuesto el fin de la Guerra de Sucesión austriaca.
Desde 1762, año justamente en el que Rusia abandonaba el conflicto, España se unía a la guerra, abriendo un frente importante en el escenario de América, donde ya se estaban librando combates entre Reino Unido y Francia en la frontera entre las Trece Colonias y Canadá.
La firma de este tratado daría lugar a la Guerra anglo-española de 1762.
Interés británico en Centroamérica
Centroamérica siempre había resultado ser un punto importante del Imperio Hispánico, no tanto en cuestión de riqueza o población, que sin duda también lo era, sino fundamentalmente estratégico, ya que representaba una vía de comunicación entre los dos grandes océanos: el Atlántico y el Pacífico.
Si bien el istmo de Panamá resultaba ser la zona más propia para controlar este doble acceso, también estaba mejor defendida tradicionalmente, desde Nombre de Dios a Panamá, y las anteriores expediciones ingleses se habían topado con problemas muy serios para controlarlo, por un lado, las epidemias tropicales, y por otro, las guerrillas de indígenas y milicias españolas.
En ese sentido, ya desde mediados del siglo XVIII tras los fracasos de La Guaira, Puerto Cabello y Cartagena de Indias, Reino Unido consideró que una zona clave para hacerse con este territorio y extender sus dominios en Centroamérica era Nicaragua, pues estaba pobremente defendida y permitía desde la Costa de los Mosquitos como base de operaciones lanzar ataques y golpes de mano sobre los territorios aledaños.
Así, la Costa de los Mosquitos sería el blanco de las ambiciones británicas.
A principios del año 1762, el gobernador británico de Jamaica, William Lyttelton, propuso llevar a cabo una expedición naval contra Nicaragua, de forma que, en primer lugar, según su plan, las tropas británicas debían remontar el río San Juan para llegar al lago Cocibolca y desde allí bordearlo hasta Granada, una de las principales ciudades, y tomarla.
Ataque del río San Juan de Nicaragua
Para junio del mismo año, la fuerza expedicionaria británica llegó a la Costa de los Mosquitos, internándose en el territorio con apoyo de los indígenas para llevar a cabo depredaciones en el valle de Matina, donde fueron saqueadas varias plantaciones de cacao y durante el mes siguiente se quemaron varias aldeas y asentamientos como Jinotega, Acoyapa, San Pedro de Lóvago y la misión de Apompuá, entre otros.
Muchos de los prisioneros españoles que se capturaron en los saqueos fueron enviados a Jamaica para ser vendidos como esclavos, casi todos mestizos.
Posteriormente, hacia mediados de julio, las tropas británicas con sus aliados miskitos remontaron el río San Juan, llegando hasta el castillo de la Inmaculada Concepción, que se encontraba en sus orillas.
La fortaleza española estaba bajo mando del teniente coronel José de Herrera, un artillero que había obtenido mucha experiencia militar en la defensa de Cartagena de Indias, que se debatía a causa de la enfermedad entre la vida y la muerte.
En 1753, José de Herrera había sido ascendido de capitán del Batallón de la Plaza de Cartagena a comandante del castillo de la Inmaculada Concepción.
Con su nuevo empleo, su hija de 9 años Rafaela, nacida de su matrimonio con una mulata de nombre María Felipa Torreynosa, le había acompañado, educándose allí con otros oficiales en el manejo del cañón y en las reglas castrenses de servicio al Rey.
La guarnición de la plaza, a pesar de su importancia, era una fuerza exigua de unos 100 hombres, la mayoría milicianos, con el teniente Juan de Aguilar como segundo y un sargento como suboficial mayor de la tropa. Técnicamente, el mando supremo de la defensa los ostentaba el gobernador de Nicaragua, Melchor Vidal de Lorca, aunque como interino en el cargo no se encontraba en el fuerte.
Por su parte, el castillo de la Inmaculada Concepción, también llamado del río San Juan o fuerte de Santa Cruz, había sido proyectado por el ingeniero militar Martín de Andújar en el siglo XVII, con asistencia de Fernando de Escobedo, eligiendo para su construcción una zona estratégica de obligado paso para llegar a la ciudad de Granada.
La fortaleza se realizó precisamente para evitar que la ciudad fuera saqueada por los piratas y corsarios ingleses y holandeses.
Los británicos remontaron el río San Juan en más de 50 barcas y lanchas, transportando unos 2.000 hombres, la mayoría infantes de marina y marinos de la Royal Navy, además de algunos indios miskitos, si bien el mando lo ostentó el coronel William Seethal.
Mientras esto ocurría, el comandante del castillo, Juan de Herrera, se encontraba en su lecho de muerte, jurándole su hija Rafaela, de 21 años, que defendería el castillo de la Inmaculada Concepción a cualquier coste, incluso de su propia vida.
Finalmente, el 26 de julio de 1762, los británicos se presentaban cerca del fuerte español, dando aviso la guardia del puesto de observación mediante cañonazos a los defensores como alarma general.
El puesto era tomado y destruido, siendo informado el coronel Seethal en las pesquisas a las que se sometieron a los prisioneros que el comandante del fuerte acababa de fallecer y la guarnición se encontraba en desorden.
Poco después, los británicos desembarcaban todas sus fuerzas en las orillas del río y enviaban a un emisario a la fortaleza de la Inmaculada Concepción para exigir la rendición española.
Cuando los oficiales españoles se encontraban deliberando si era preferible ceder y rendirse a cambio de salvar las vidas de todos los defensores, Rafaela de Herrera le espetó al segundo al mando:
¿Has olvidado los deberes impuestos por el honor militar? ¿Vas a permitir que el enemigo robe esta fortaleza, que es la salvaguardia de la Provincia de Nicaragua y de sus habitantes?
Ella misma se negó a rendir la fortaleza, arrebató las llaves al teniente Juan de Aguilar y comenzó a animar a los hombres a que tomaran las armas y ocuparan sus puestos para el combate, como así sucedió.
La respuesta británica no se hizo esperar y sus tropas formaron una línea de infantería en modo de escaramuza, considerando que la simple amenaza con sus fuerzas muy superiores sería suficiente para llevar a los defensores a cambiar de opinión y plegarse a sus exigencias.
No fue así. Rafaela de Herrera, que había sido entrenada por su padre en el manejo de los cañones, hizo fuego contra la línea británica, matándoles a su comandante e hiriendo a varios hombres.
Sobre la habilidad de Rafaela de Herrera en el uso de la artillería se diría:
Con alguna propiedad y acierto lo montaba, cargaba, apuntaba y disparaba.
Esto supuso un importante revés en la moral británica, que en venganza lanzaron un ataque directo contra el castillo de la Inmaculada Concepción, que se extendió más allá de la noche. Sin embargo, el acto heroico de Rafaela de Herrera supuso un acicate para los defensores, que se aprestaron para resistir cuando fuera preciso, haciendo un fuego vivo de mosquetería y artillería contra los británicos y causándoles muchas bajas.
Cuando los británicos se estaban replegando aprovechando la oscuridad de la noche para organizar una segunda ofensiva, Rafaela de Herrera ordenó que algunos hombres dispuestos en guerrilla lanzaran al río ramas de árbol con hojas empapadas en alcohol, de forma que la corriente las arrastrara hasta donde habían anclado los británicos sus barcas y lanchas.
Estas ramas en llamas fueron a dar directamente con muchos de los transportes británicos, obligándoles a suspender el ataque para evitar que se hundieran todas sus naves. Tras la retirada británica, se interrumpieron los combates el resto de la noche.
A la mañana siguiente, los británicos lanzaron un gran ataque sobre la fortaleza, si bien consiguieron avances muy costosos y un gran número de bajas, siendo repelidos por las tropas del teniente Juan de Aguilar y prolongándose los combates hasta el 3 de agosto, casi una semana.
Según algunos testimonios de la época, en la tarde del 2 de agosto, en medio de los combates, un gorrión entró a la capilla del castillo y cantó frente a la imagen de la Virgen María que allí se encontraba, la que era la advocación de la Inmaculada Concepción, y posteriormente salió y volvió a entrar.
Poco después, con cerca de un centenar de bajas, los británicos se retiraron a la desembocadura del río San Juan, lo que fue visto por algunos defensores como un milagro.
Consecuencias
Este importante revés que sufrieron los británicos vino a demostrar que las defensas españolas en Centroamérica, si bien no era numerosas, eran capaces de resistir con tesón sus envites, cansándoles muchas bajas y haciendo poco favorables los intentos de invasión contra aquellos territorios. De hecho, los sucesivos intentos tuvieron la tendencia a fracasar.
Por su lado, España logró mantener inalterable su posición fuerte y dominante en Centroamérica hasta la firma de la paz con el Tratado de Fontainebleu del 3 de noviembre de 1762 y posteriormente el Tratado de París del 10 de febrero de 1763, aunque la caída de La Habana y Manila serían dos puntos demasiado importantes en las negociaciones y lastrarían las cláusulas hacia los intereses de Reino Unido a cambio de su restitución. Con ello, se cedería la Florida.
Respecto a Rafaela de Herrera, su heroísmo en un primer momento no la hizo acreedora de ventajas ni privilegios, más allá de contraer matrimonio con Pablo de Mora y tener cinco hijos. Desgraciadamente, enviudaría muy joven y se vería obligada a mudarse a uno de los barrios más humildes de la ciudad de Granada.
Estando el rey Carlos III al corriente de estas dificultades, se le concedería por real decreto del 11 de noviembre de 1781 una pensión vitalicia:
El Rey: por cuanto he sido informado del distinguido valor y fidelidad con que vos, doña Rafaela Herrera y Udiarte, viuda que al presente sois defendisteis el Castillo de la Purísima Concepción de Nicaragua en el Río San Juan, consiguiendo a pesar de las superiores fuerzas del enemigo, hacerle levantar el sitio, y ponerse en vergonzosa fuga, pues superando la debilidad de vuestro sexo, subisteis al caballero de la fortaleza, y disparando la artillería por vuestra mano matasteis con el tercer tiro al comandante inglés en su misma tienda: realzando la acción a la corta edad de Diecinueve años que contabais, no tener castellano el Castillo, ni comandante ni otra guarnición que la de mulatos y negros, que habían resuelto entregarse cobardemente, con la fortaleza a que os opusisteis con el mayor esfuerzo; en consideración, pues, a tan señalado servicio, he decidido que gocéis de pensión vitalicia…
Yo, el Rey
Más tarde, también se le concedían con mediación de la Real Audiencia de Guatemala tierras realengas para que dispusiera de ellas como considerase, que heredarían sus hijos. Las tierras estarían ubicadas en Carazo, en el llamado pueblo de Santa Teresa, y particularmente tenían el nombre de Trinidad y La Calera.
Bibliografía
- Dolores Gámez, J. (1889). Segunda mitad del siglo XVIII. Historia de Nicaragua desde los tiempos prehistóricos hasta 1860. Managua: Nicaragua.
- Olsen, K. (1994). Chronology of women’s history. Connecticut: Greenwood Press.
- Viscasillas Vázquez, C. (2013). Rafaela Herrera y Sotomayor. Diccionario Biográfico Español. Madrid: Real Academia de la Historia.