Por Juan García (Todo a Babor)
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El servicio en los buques de guerra españoles de principios del siglo XIX
Índice
Antes de embarcar
Lo primero que debía hacer un oficial, al que se le había asignado el mando de un buque de Su Majestad, era presentarse inmediatamente a su Comandante general de mar o de tierra, según fuera el buque suelto o de escuadra, para recibir la orden e instrucciones con que debía proceder al armamento de su embarcación.
Una vez recibidos estos mandatos pasaba al Arsenal de su departamento, acompañado de sus oficiales de guerra, mayores y de mar que le habían sido designados.
Todos tenían que saber de primera mano el estado del buque, reconociendo el casco, arboladura, velamen y todo género de pertrechos marineros y militares, así como las municiones de guerra de su dotación.
Dando cuenta a su Comandante en jefe del estado del bajel si hubiera disconformidad, o discordia, con los diferentes encargados de los distintos ramos del Arsenal, ya sea sobre la calidad y el estado del buque y sus efectos. Algo que debía estar a la orden del día, sobre todo en épocas de penurias económicas en las que era difícil dotar a un buque con lo establecido por reglamento.
El comandante del buque podía solicitar al comandante general de su escuadra, o al del departamento, un aumento de lo dispuesto en los reglamentos en algunos géneros o pertrechos si así lo considerase conveniente.
Otra cosa es que hubiera en el arsenal. Churruca ya tuvo sus problemas al armar su San Juan Nepomuceno como hubiera deseado, pero los mandos de los arsenales no debían ser fáciles de lidiar y debía existir mucho favoritismo hacia unos comandantes, negándose efectos a otros que no fueran de su agrado.
Desde el mismo momento en que se nombraba comandante de buque a un oficial este era absolutamente responsable del mismo. Y por lo tanto tenía que ser obedecido prontamente por todos los demás oficiales y demás hombres, ya fueran de la dotación o de transporte.
Al comandante le correspondía el gobierno económico, marinero y militar del buque que mandaba y no se podía hacer nada sin su consentimiento o conocimiento.
Así mismo, el comandante de un buque podía examinar a la tripulación que le habían asignado y debía saber las habilidades de cada uno para tenerlo en cuenta para formarse una justa idea de la asignación de las plazas, y si estos eran de superior a su mérito, o al contrario, podía ascenderlos o degradarlos.
Una vez completada la tripulación, esta había que dividirla en ranchos. De esto ya hablaremos largo y tendido en otro capítulo. Sólo mencionaremos la gran importancia en su formación, así como del plan de combate y las guardias de mar que había que dejar por escrito.
Eran tan importantes estos primeros deberes, que se le daba al comandante seis u ocho días de tiempo, después del armamento, para sólo esa ocupación.
Era algo verdaderamente laborioso y lleno mil detalles que un capitán debía tener en cuenta. Estándole prohibido su salida al mar hasta que no lo cumplimentase.
Una vez realizado y presentado para su visto bueno por parte del mayor general, si estaba en una escuadra, o en el departamento marítimo al que perteneciera, si era un buque suelto, podía por fin hacerse a la vela.
Deberes a bordo
El comandante estaba obligado a realizar ensayos militares y marineros, debiendo repetirse estos cuando fuera posible, para asegurar la instrucción de la gente, tanto en puerto como en la mar.
Navegando en escuadra era el comandante en jefe de la misma el que ordenaba los tiempos y forma de proceder a estos ejercicios, pero era responsabilidad absoluta del comandante del buque promover también sus propios ejercicios de adiestramiento que considerase oportunos para tener a su tripulación preparada, teniendo siempre en cuenta el necesario descanso de sus hombres.
A un comandante no le servía declarar que su tripulación no estaba preparada porque el general de su escuadra no había ordenado más ejercicios de los necesarios.
El comandante del buque podía mandar encartuchar y hacer ejercicios de fuego de cañón, fusil y pistola siempre que lo considerara conveniente o lo mandara el propio general de su escuadra. Lógicamente eso dependía de lo que se quisiera gastar y lo que dejara la economía, que no siempre había caudales para ello.
Para incentivar a sus hombres estaba permitido que el comandante del bajel gratificara a los hombres que mostraran resolución e inteligencia en las labores de mar. Así estaba establecido oficialmente las siguientes recompensas mensuales por manifestar habilidad a los trabajos marineros por alto, que eran las más complicadas y arriesgadas maniobras:
- 15 reales de vellón si el hombre en cuestión era de la clase de grumete.
- 25 si era marinero.
- 40 si era artillero.
Además el comandante podía recompensar al soldado de marina que trabajara útilmente de marinero, aunque no fuera de continuo, con 4, 6 y hasta 8 reales diarios según la entidad del trabajo. En todos estos casos se libraba una certificación para su cobro en la Tesorería de la Escuadra o Departamento.
El comandante del buque debía celar con empeño en la disciplina, instrucción y obligaciones de sus oficiales y guardiamarinas.
Eran los responsables del buque y tenían que dar ejemplo a los hombres. Del mismo modo debía castigar al tripulante que se saltara las normas y recompensar a los que se portaran bien, normalmente dando permiso a estos últimos para bajar a tierra en los puertos que tocasen.
Debía procurar que la marinería y tropa a sus órdenes sirviesen con gusto en su navío, haciendo que fueran bien tratados los hombres de bien y evitando que se sobrepasasen con ellos los oficiales subalternos o los de mar.
En definitiva, se instaba al capitán que ante los marineros aplicados hubiera siempre buen trato y se les procurase un ambiente lo más agradable posible, dentro de las circunstancias. Eran los más importantes a bordo de un buque de vela y había que cuidarlos. A los malos, como también veremos en otro capítulo, era todo lo contrario y había muchas formas de castigarlos.
Los capitanes de los navíos reglarán sus acciones de modo que sirvan de ejemplo y de estímulo a sus oficiales y equipajes; vigilaran el proceder de todos, para precaver los desórdenes y sostener la disciplina y subordinación; y como primeros responsables en que todos cumplan sus obligaciones, castigarán a los que lo merecieren
Para poder llevar a cabo esa norma los comandantes podían arrestar a cualquier oficial de su buque y dar cuenta a su comandante general antes de las 24 horas, en cuyo caso quedaba el oficial arrestado a disposición del jefe de la escuadra.
En caso de ocurrir el arresto en un buque suelto, navegando o en puerto, estaba el comandante autorizado a soltarle cuando este considerase purgada la causa de su prisión. Si esta fuera grave lo podría mantener preso hasta la llegada a puerto. Si el arrestado era soldado, marinero o pasajero, el comandante mandaría al oficial de guardia formar el parte sumario, para remitirlo después a la autoridad competente con el mismo oficial que lo hubiera realizado.
Los comandantes debían procurar que los contramaestres fueran obedecidos y respetados por toda la gente de mar y no pasar ni una leve falta en este punto. Y los soldados de infantería de marina, aunque no estaban sujetos a la jurisdicción de estos, debían tratarlos de buen modo, castigando a los que los insultasen o estorbasen la ejecución de sus faenas.
Estando en la mar, y siempre que hubiera falta de contramestres o guardianes a bordo, el comandante tenía la facultad de nombrar a los que le parecieran para el puesto.
También podía nombrar a los patrones de lancha o bote de entre la gente de mar. Todos estos ascensos debían constar en las reglamentarias cartillas que debía tener cada hombre de a bordo, para que al desembarcarse pudieran presentarse a la mayoría general del departamento o escuadra para la formación de su asiento y ponerle al día de las pagas. El comandante sólo podía ascender a la gente de mar, no pudiendo hacer lo mismo con los oficiales de guerra o guardiamarinas.
El comandante de un buque estaba obligado a dejar hacer su trabajo en su bajel a los prácticos que fueran responsables de entrar, sacar o dirigir los buques en los puertos, canales u otros sitios donde fuera obligatoria su presencia.
Pero no podían permitirles que mandaran las maniobras necesarias para ello, que siempre debían ser mandadas por el oficial de guardia. Además, como primer responsable de su barco, podía el comandante oponerse a las disposiciones de los prácticos si así lo considerase.
Como jefe supremo a bordo tenía que dar el visto bueno a todo lo concerniente a las relaciones de pagamiento y a las certificaciones de consumos ordinarios, extraordinarios, derrames, pudriciones que el Contador del buque debía irle pasando regularmente.
Esto era importante porque cualquier consumo indebido que hubiera autorizado le hacía responsable último de ello. Sino quería que algún contador o proveedor sin escrúpulos se la colase debía mirar bien todos los papeles que le llegaban a sus manos.
Es curioso que en estas ordenanzas se hiciera hincapié en que los comandantes no innovaran en su buque. Es decir, que no alterasen ninguna parte estructural como el casco, la arboladura o las divisiones interiores.
Tampoco podían abrir nuevas escotillas, portas ni variar ninguna de las obras. La pena que se le podía imponer a un comandante que hiciera alguna de estas modificaciones era de tres cuartas partes del valor de la obra, sino justificaba la notable utilidad del servicio de esa alteración.
Esto se debió regular porque seguro que hasta entonces muchos comandantes habían alterado sus buques, no siempre con fortuna, haciendo que en los astilleros tuviesen que reparar, a veces de manera muy costosa, las ocurrencias de estos capitanes.
A la hora de acoger pasajeros a bordo no podía aceptarlos sin el permiso del comandante en jefe de la escuadra, y si era un buque en solitario entonces lo decidiría el comandante del mismo teniendo el interesado pasaporte legítimo de los jefes a quien correspondiera.
Tampoco podía llevar efectos de transporte sin permiso y estaba terminantemente prohibido que el comandante se mezclara, ni directa ni indirectamente, en objetos de comercio, así como tampoco podía permitirlo a sus subordinados.
De nuevo, al igual que en la alteraciones de los buques por cuenta de su comandante, parece que esta norma intentaba poner freno al lucro que algunos comandantes había hecho a costa de utilizar el buque del Rey de su mando como si fuera un mercante para su propio beneficio.
Estaba totalmente prohibido que los oficiales subordinados y guardiamarinas fuesen empleados por su comandante para comisiones ajenas al servicio y privativas a su persona.
Eso sí, si un comandante ordenaba a un subordinado hacer una comisión de carácter personal este debía obedecer sin rechistar. Luego podría quejarse al comandante general de la escuadra o departamento, pero en ese momento debía obedecer, ya que sino podía correr el riesgo de insubordinación, perdiendo el derecho a su queja.
Las órdenes no se cuestionaban nunca, se obedecían, y luego ya vendría la queja. Pero la insubordinación era mucho más grave que el delito de aprovechamiento de su cargo por parte del comandante.
Cuando un buque navegaba formando parte de una escuadra el comandante del navío debía estar siempre en su puesto, atento siempre a la maniobra y a todas horas, siendo relevado por los oficiales de guardia cuando tuviese que ausentarse para descansar u otro servicio.
Para un comandante de un navío de línea, no tenía que ser cómodo estar navegando en escuadra, ya que él, y los oficiales de guardia, responderían ante un consejo de guerra su separación de la escuadra por falta de vigilancia o actividad en sus precauciones y órdenes.
En caso de haberse separado de la escuadra el comandante estaba obligado a dirigirse sin demora al puerto de reunión previsto. Y ya podía tener una buena excusa para justificarse, porque le esperaba un consejo de guerra.
Puede parecer un poco excesivo pero la fuerza de una escuadra de combate lo hace su número, y si por incompetencia de algún capitán se separaba alguna unidad debilitaba al resto de la formación y eso no podía permitírselo un general.
Otro peligro a los que se enfrentaba era cuando se navegaba por fondos peligrosos, para lo cual se situaban dos hombres en la mesa de guarnición, de mayor y trinquete, para que alternativamente sondearan y participasen a la voz la cantidad y calidad del fondo.
Navegando en escuadra estaba siempre el peligro de un abordaje accidental. Pobre el comandante que por ineptitud abordase a otro buque. Las averías resultantes de aquello tendrían que ser costeadas por el.
Además de que el general de la escuadra o departamento haría un examen de las circunstancias y daría cuenta de aquello al jefe superior de la Armada que podría retirar del servicio, temporal o permanentemente, al comandante responsable del accidente.
También se le podía pasar la factura de los descalabros que sufriera la arboladura o velamen por haber ordenado excesiva vela para las circunstancias del mar y viento.
El comandante del bajel debía medir siempre las velas más proporcionadas a cada circunstancia, ya fuera navegando sólo o en escuadra.
Además, debía ocuparse de que los oficiales de guardia mandasen las maniobras con las voces españolas establecidas en la Marina, sin que se oyera otra que la que la voz de mando, estando prohibidas las demás, ni con el pretexto de animar la faena.
Si un buque de la escuadra necesitaba ayuda urgente los comandantes de los demás buques estaban obligados a acudir a proporcionársela, sin aguardar la orden de su general.
Eso sí, si la necesidad no era muy urgente debían esperar las órdenes del general de la escuadra. Ese auxilio también había que darlo en puerto si lo necesitara otro comandante, ya fuera con lanchas, gente y demás para ayudar en alguna faena que se requiriera.
Todo comandante de buque estaba obligado a escoltar a cualquier otro buque que se encontrase maltratado, asistiéndole en lo necesario hasta dejarlo en puerto seguro. Siendo responsable de las desgracias de este si omitía dicho auxilio. Si esa escolta era a buques mercantes o de Compañías no podía exigirse nunca una contraprestación económica por ello.
Deberes en combate
El puesto del comandante era el alcázar, aunque hubiera embarcado un oficial general.
Podía disponer a su antojo a los demás oficiales, incluso a su segundo, a los diferentes puestos del buque que le pareciese conveniente, aunque estos puestos no fueran del agrado de los mismos.
En teoría si un comandante lo creía conveniente podía mandar a su segundo en el mando a encartuchar al pañol de pólvora. Algo que, evidentemente no sería de recibo, pero que si un comandante lo ordenaba no había otra que obedecer.
Como hemos mencionado anteriormente, primero se obedece y luego se queja. De todos modos, otro de los deberes de un buen comandante era observar a sus oficiales subordinados y aprovechar las mejores cualidades de cada uno para emplearlos en las faenas y comisiones que se les diera mejor.
En caso de que el comandante fuese herido en combate, o retirado de la acción, continuaría la misma el siguiente oficial en el escalafón y si había varios de la misma clase era el más antiguo el que se ocupaba del mando.
Eso sí, el comandante interino no podía por si mismo tomar la resolución de abandonar el combate, dejar una caza, abordar a un enemigo o rendirse sin la expresa orden del comandante, a quien tenía que consultar mientras este fuera capaz de discernir.
En caso contrario el interino ya podría obrar con entera libertad, siendo suya la responsabilidad entera de sus actos, al igual que la gloria de los mismos.
Por la misma razón, un comandante de un buque no podía rendir su navío sin permiso del comandante general de su escuadra o del general o jefe de su división más inmediato. Esto en la práctica era difícil de llevar a cabo por la lejanía y la imposibilidad de comunicarse con el buque insignia en el fragor de un combate naval.
El comandante de un navío estaba obligado, “aunque sea a costa de naufragar”, a socorrer y sostener al navío de su general en jefe y de los demás generales subalternos que se hallaran abrumados por el enemigo, interponiéndose entre ellos y sus generales.
Había que aguantar todo lo que les cayera encima, aun a costa de hundirse en el intento, todo por salvar al navío insignia.
Si el general no ordenaba otra cosa también estaba en la obligación de sostener a los compañeros, amigos o aliados que estuvieran a su vista. Quedando en la inteligencia y el valor el discernimiento de los momentos en los que tuvieran que tomar a impulso de su bizarría una resolución gallarda. De nuevo otras normas realizadas por la experiencia, en este caso por lo ocurrido en la batalla de San Vicente de 1797.
En consecuencia del artículo anterior el comandante podía ordenar por sí mismo el abordaje al enemigo; también doblar al buque enemigo o batirlo por donde convenga y hacer relevos de fuego a otros navíos, amigos o aliados, que combatan con otro igual o superior, bien sea para tomar parte en la gloria reforzando al compañero, o bien para darle tiempo a que remediase sus averías. A estos relevos no podía oponerse ningún capitán que fuese relevado.
En los combates que no eran empeñados, y que se mantenían a tiro largo, sin entrar en ataque decisivo (el clásico combate de líneas paralelas), el comandante del primer navío de la línea debía guardar el sumo desvelo para guardar el lugar y orden de la formación.
Este navío, llamado Cabo de fila de escuadra, debía guiar a los demás y mantener el través o dirigir el cuerpo que le seguía al punto de ataque. Los comandantes de estos navíos deberán corresponder con ilustración y energía a la confianza que su general les ha dado.
Ser el primero en una línea de combate por tanto estaba reservado solo a aquellos comandantes más aptos y de confianza para sus mandos superiores.
Si el enemigo atravesaba la línea, el nuevo navío resultante como cabo de fila, lejos de embarazarse por este incidente, debían maniobrar activamente para atacar a los que le cortaron y bajo la máxima de maniobrar con viveza los dos cuerpos cortados a doblar a los que lograron el corte. Aunque siempre bajo las ordenes de lo que dispongan sus generales.
Estas ordenanzas de 1802 preveían el famoso corte de la línea de Nelson en Trafalgar que 3 años después realizaría, pero con la salvedad de que los navíos cortados debían acatar primero las órdenes de sus jefes antes de evitarlo o maniobrar después para doblarlos. No se les dejaba totalmente libres en su iniciativa.
Otros deberes
En caso de tempestad era suya la responsabilidad de disponer el buque para afrontarla con garantías. En caso de tener que mandar cortar masteleros, palos o echar al agua artillería, el comandante, aun teniendo la última palabra, debía consultarlo primero con sus oficiales y prácticos.
Si el buque, a consecuencia de la tempestad, se empeñaba contra la costa y quedaba varado, el comandante no podía abandonar, ni permitir que la gente abandonase el buque mientras hubiera una mínima probabilidad de salvarlo.
Y si esto no era posible dispondrá que se pongan a salvo todo lo posible del mismo, desde el casco, hasta los víveres, pertrechos militares y marineros. Y siempre quedando cerca de los restos, unidos y guardando la disciplina.
El comandante estaba obligado a formar un diario circunstanciado de la navegación, con anotaciones militares y marineras propias de sus conocimientos teóricos y prácticos en las dos artes.
Además tenía que cuidarse de que los demás oficiales y guardiamarinas hicieran lo mismo, ya que estos diarios les servirían a los segundos para ir adquiriendo las ideas de la profesión, y acostumbrarse a meditar, y para los primeros tener un apoyo útil en un posible interrogatorio.
Cuando un comandante tenía a bordo de su navío la insignia de un general se le denominaba capitán de bandera, lo cual no le exoneraba de su responsabilidad en el mando del buque.
A menos que el general a bordo tomase la voz de mando en faena y maniobra, o en cualquier otro asunto, normalmente era el capitán de bandera el único que gobernaba su navío.
Si un comandante de un buque pasaba a mandar otro debía entregar a su sucesor un informe sobre el estado del buque, así como del número de oficiales, gente y todo género de municiones y pertrechos a bordo, no pudiendo trasladarse sin este requisito.
Al comandante saliente se le permitía llevar consigo a su nuevo destino a 20 hombres de mar, que voluntariamente lo quieran acompañar, de cualquier clase, desde patrones de lancha o bote hacia abajo, en navío de 50 cañones para arriba y de 10 hombres en los buques de portes inferiores, pudiendo el capitán que le reemplace elegir del otro buque igual número de las mismas clases a su satisfacción.
Era normal que un comandante siempre llevara sus mismos timoneles, patrones de bote o reposteros, porque habían navegado juntos durante muchos años y sabían la forma de trabajar de su capitán. Esto no incluía a otros oficiales de guerra porque no era su competencia.
Deberes en puerto
Cuando un buque suelto entraba en un puerto español debía su comandante mandar a un oficial para informar al comandante de la Plaza, participándole además de las novedades que le pudieran ser de utilidad.
Si en el puerto hubiera una escuadra, o un buque de guerra con un oficial de mayor graduación, entonces solo daría cuenta a este de su arribo y otras noticias.
Estando en escuadra el comandante de un buque debía pasar, en las entradas y salidas de puerto, un formulario sobre el estado general de su buque. Pasando tres copias al comandante general de su escuadra. Si era buque suelto pasaba esos mismos formularios al comandante del departamento.
Una vez que el buque pasaba al puerto de su desarmo lo conducía al arsenal o paraje señalado por el capitán general, o su jefe delegado en el arsenal, devolviendo los pliegos de reconocimiento y demás documentos que hubiera recibido para su manejo durante el mando.
Además tenía que entregar su diario al comandante general del departamento, informándole de todas las particularidades del viaje, del estado del navío, conducta y calidades de sus oficiales de guerra, guardiamarinas y demás. Quedando posteriormente en espera de nuevo destino.
Fuente:
- “Real Ordenanza Naval para el servicio de los baxeles de S.M.” de 1802