El naufragio de las flotas de Ubilla y Echevers (1715)

Por Enrique Tapias Herrero. Capitán de navío (R). Doctor en Historia.
Autor del libro: El almirante López Pintado (1677-1745)

Introducción

En el verano de 2015, en aguas próximas a la costa de Florida, se descubrió un pequeño tesoro compuesto de 51 monedas de oro del reinado de Felipe V, recién acuñadas en 1715 en las cecas de Nueva España, así como una cadena ornamentada en oro de unos 12 metros. Con estos datos se podía constatar que se trataba de vestigios de un conocido naufragio que, curiosamente, había sucedido exactamente tres siglos antes y supuesto un desastre para la Corona y los comerciantes de Sevilla, Cádiz, Cartagena de Indias, México y Veracruz. Para poder centrar al lector en la historia de este siniestro se pasa a relatar los antecedentes de las flotas y algunos detalles de este desastre, basados en informaciones extraídas de legajos del Archivo General de Simancas, el Archivo General de Indias y varias publicaciones especializadas.

El canal de Bahamas, que bordea la costa oriental de Florida, era con diferencia el lugar más peligroso para las flotas que regresaban a España con ricos caudales y valiosas mercancías (1). Estas flotas tenían mucho cuidado en evitar los períodos de temporales y huracanes, que estaban bastante definidos.

El naufragio que vamos a describir se produjo a finales de julio, fecha ya desaconsejable para recorrer el citado paraje. Los navíos que dejaban La Habana debían buscar latitudes septentrionales, donde se encontraban los vientos alisios de poniente, que los llevarían de empopada a las islas Azores y, luego, a España.

En 1709, Luis XIV retiró sus fuerzas en España, ya en la fase final de la Guerra de Sucesión, y la Corona se encontró con dificultades para continuar su tráfico comercial con Indias, dada la falta de buques de escolta. Con este motivo solicitó recursos de los comerciantes, tanto españoles como americanos, y trató de comprar infructuosamente algunos navíos al Rey Sol. España necesitaba una flota, pero esta no se podía conseguir de la noche a la mañana. A partir de este momento, personajes importantes del gobierno español, como el conde de Bergeyck o Tinajero de la Escalera, comenzaron a plantear proyectos para la construcción de una nueva escuadra. Por esas fechas se dio orden de iniciar la fábrica de seis navíos en los astilleros del Cantábrico y diez más en La Habana (2). Pero los envíos de mercancías a las Indias y la llegada de caudales de los virreinatos no podían esperar, y una forma de resolver el problema era recurrir a los asientos con particulares.

Proyecto de flota del general Juan Bautista Ubilla

El primero de estos asientos se llevó a cabo con don Juan Bautista de Ubilla, caballero de la Orden de Santiago y vecino de El Puerto de Santa María, que era un antiguo marino de la Carrera de Indias. El 15 de mayo de 1712, la Corona firmó el mencionado contrato con Ubilla y con monsieur Chevalier dʼEon, jefe de una familia de comerciantes franceses afincados en Cádiz. Ambos se ocuparían de la organización y despacho de una flota a Nueva España. Ubilla mandaría la flota como general en funciones, al renunciar a embarcarse el comerciante francés, y don Francisco Salmón, almirante de la Real Armada del Mar Océano, ejercería entonces de almirante de la flota.

Ubilla y DʼEon se habían comprometido a aprovisionar y armar dos buques de guerra de 50 a 54 cañones para navegar como capitana y almiranta, y otros dos más pequeños que navegarían como pataches. El viaje redondo pretendía cubrirse en doce meses a contar desde julio de 1712, y la Corona se comprometía a costear todo lo que fuera un retraso superior a marzo de 1713, así como a soportar los salarios de las tripulaciones y los abastecimientos durante el viaje. Deberían transportar, además de las típicas bulas y papel sellado, 4.000 quintales de mercurio, necesarios para las minas de plata; por otro lado, ambos buques estaban exentos de embarcar las pipas de los cosecheros correspondientes al tercio de frutos (3). Bernardo Tinajero de la Escalera, secretario del Consejo de Indias, además de ser el autor del proyecto para su flota de 1711 (4), se había ocupado de dar todas las órdenes precisas para la salida de la expedición (5). En 1714 Tinajero sería nombrado primer secretario de Estado de Marina e Indias (6).

El 31 de marzo de 1712, el conde de Frigiliana concedió al propietario del patache, don Francisco de Soto Sánchez, el título de capitán de mar y guerra por ofrecer su buque de 200 toneladas como patache primero. Una de las condiciones era que debería transportar 500 quintales de azogue (7). Como era costumbre, el pregón de la salida de la expedición se efectuó en varios lugares de la ciudad de Sevilla (Gradas, Salvador, plaza de San Francisco, Francos, Altozano, etc.), y asimismo en Cádiz (calle Nueva), El Puerto de Santa María y Sanlúcar. En agosto la flota estaba lista para darse a la vela pero, al no haberse firmado el armisticio con Inglaterra, su salida se retrasó hasta el 16 de septiembre. La expedición estaba compuesta por ocho buques: capitana, almiranta, dos pataches y cuatro mercantes, que transportaban una carga de 1.440 toneladas. Con la flota navegaba en conserva un navío francés, Le Griffon, que había obtenido licencia de la Corona para comerciar en Nueva España, típica maniobra regia para hacerse con recursos monetarios y que tanto molestaba al consulado sevillano.

Como capitana de la flota partiría el navío Nuestra Señora de Regla, San Dimas y San Francisco Javier, de 248 toneladas, propiedad de don Pedro Bernardo de Peralta y Córdova, llevando como maestre a don Antonio Pot Flis (8). La Corona ordenó que embarcase en la capitana, como piloto mayor de la flota, don Domingo Carranza, vecino de Sanlúcar de Barrameda, al que se le debían abonar en Veracruz 2.000 pesos escudos a título excepcional, al no ser la capitana y la almiranta buques del rey. Al piloto que se embarcase en la almiranta se le darían 1.000 pesos escudos. Como almiranta navegaría el Santo Cristo de San Román, Nuestra Señora del Rosario y San José, al mando del capitán de mar y guerra don Joseph López de Ortega. Su propietario era don juan Antonio de Eguilaz, y como maestre de permisión iba don Bartolomé Aldaolea. Este buque había navegado también como almiranta en la flota de don Diego Fernández Santillán, que había regresado de Nueva España en 1708, y su majestad tenía especial interés en que repitiera como almiranta.

El primer patache sería el navío Nuestra Señora de las Nieves y de las Ánimas, de 194 toneladas,con el maestre don Esteban Pieters, copropietario de la embarcación. y como segundo patache partiría el navío Santo Cristo del Valle y Nuestra Señora de la Concepción, de 157 toneladas, con el maestre don Francisco de Paula Moreno y cuyo propietario era don Joseph Báez y Llerena. La capitana y la almiranta transportarían 1.000 quintales de azogue cada una, además de las bulas y papel sellado, y cada uno de los pataches, 500 quintales. Tanto la capitana como la almiranta y los dos pataches embarcaban guarniciones de infantería de marina, como estaba ordenado.

Acuarela del fuerte de San juan de Ulúa en Veracruz
Acuarela del fuerte de San juan de Ulúa en Veracruz (AGI, Mapas y Planos, México 36).

Los buques mercantes eran los siguientes: Nuestra Señora del Rosario, San Francisco Javier y de las Ánimas, de 151 toneladas, que navegaría en conserva con la flota y cuyo dueño era don Francisco de Chaves; San Juan Evangelista, de 384 toneladas, construido en Francia; Santísima Trinidad y Nuestra Señora de la Concepción, de 302 toneladas, y Nuestra Señora de los Reyes. Todos los navíos, excepto la capitana y la almiranta, debían abonar las tasas correspondientes al Real Colegio de San Telmo, como era preceptivo, de acuerdo con el tonelaje de cada bajel (9). La Corona señalaba como fecha límite para el embarque de mercancías el 15 de junio. Transcurrido ese día, se excluirían de la flota los navíos que no lo hubieran realizado (10).

La flota arribó a Veracruz el 3 de diciembre de 1712, en un mal momento, ya que los temporales del norte, tan habituales en la zona y que impedían con frecuencia la entrada en puerto, hicieron imposible descargar las mercancías durante varias semanas. El fuerte de San juan de Ulúa, donde amarraban los navíos, estaba muy mal protegido contra algunos vientos. Al mismo tiempo, la flota del fallecido general Arriola se encontraba en puerto a punto de regresar a España y, por tanto, había saturado los mercados con sus géneros. y, por si fuera poco, el galeón de Manila llegaba al puerto de Acapulco unos días después que la flota de Ubilla, con lo que la situación se había tornado extremadamente difícil para dar una salida aceptable a las mercancías transportadas (11).

Pero, como todo puede ir a peor, al coincidir en puerto las dos flotas, se suscitó entre ambas un conflicto de jerarquía y competencias. Muerto el general Arriola, el virrey, duque de Linares, nombró nuevo general al mando a su segundo, don Pedro Ribera. Pero Ubilla consideraba que, al haber sido nombrado por el rey, tenía más autoridad que Ribera, por lo que le ordenó que arriara su insignia, ya que en puerto solo podía estar izada una. Presentada la disputa al virrey para que la dirimiera, este tomó partido por Ribera, enemistándose desde ese momento con Ubilla.

La situación aconsejaba una espera prudente. En septiembre de 1713, las compraventas habían mejorado y se pensaba en un pronto regreso, pero el virrey ordenó que la flota invernase en Veracruz. El 4 de diciembre, Ubilla escribió a Bernardo Tinajero quejándose de que su flota se encontraba retenida por el duque de Linares y que sus gastos iban en aumento (12).

Don Juan Joseph de Veitia, administrador general de los reales azogues en Nueva España, residente en Puebla de los Ángeles, en cumplimiento de lo ordenado por su majestad envió a la flota los dineros y las cuentas relativas a la venta del azogue. La Corona tenía el monopolio de este mineral, esencial en el método de extracción de plata. En esta ocasión enviaba 261.459 pesos escudos, para ser repartidos por mitad entre capitana y almiranta. Por no haber tenido tiempo de reducirlo todo a moneda, una parte, 84.095 pesos, iba en pasta en 101 piezas de plata, con la señal de la coronilla y numeradas. Se adjuntaba una relación de todas las piezas de plata numeradas y con su sello, indicando de forma individual su peso en marcos y su valor en pesos. En el informe, remitido el 5 de abril de 1714 al secretario de Marina e Indias, Tinajero de la Escalera, añadía que no había habido tiempo de añadir las cantidades procedentes de las minas de Zacatecas, Parral y Guadalajara.

Casi un año después, el 9 de marzo de 1715, en vista del retraso en la salida de la flota, Veitia envía a los oficiales reales de Veracruz 518.000 pesos escudos más, acumulados en ese período procedentes de los beneficios de la venta de los azogues. Esta nueva cantidad se repartiría, igualmente, entre la capitana y la almiranta (13).

En la primavera de 1714 se solicitó permiso para darse a la vela, pero el virrey lo impidió de nuevo al comunicar que no había recibido órdenes de la Corona, lo que denotaba una clara venganza por lo ocurrido. A pesar de las protestas del general y de las comunicaciones con el Consejo de Indias, el virrey, con mil subterfugios, continuaba bloqueando la salida de la flota. Transcurrió otro invierno, y ya en verano de 1715, la situación se había tornado ruinosa para los comerciantes y la Corona, lo cual tiene visos de ser lo que deseaban los comerciantes mejicanos y, tal vez, el virrey.

Durante ese tiempo se habían cargado mercancías y carenado los navíos en tres ocasiones, y las tripulaciones, al no percibir sus salarios, habían comenzado a desertar. Finalmente, el 24 de julio de 1715 la flota salió a la mar tras una estancia en Veracruz de treinta y un meses. Durante 1714, el virrey duque de Linares, ante la escasez e inoperatividad de los buques de la Armada de Barlovento, que tenía su puerto base en Veracruz, compró un navío de la flota de Ubilla, el San Juan Evangelista, de 44 cañones, así como una fragata jamaicana de 30 cañones a la que denominó Nuestra Señora del Rosario (14).

Proyecto de flotilla del capitán de mar y guerra Echevers

En noviembre de 1712, la Corona había suscrito otro asiento con don Antonio Echevers y Subiza, caballero de la Orden de Calatrava, regidor perpetuo y alcalde provincial de la Santa Hermandad de la ciudad de Panamá, además de vecino y residente en ella (15). El contrato perseguía el envío de una flotilla a Tierra Firme, ya que desde los galeones del conde de Casa Alegre en 1706 no se había despachado ninguna expedición. Al igual que había ocurrido con el contrato de Ubilla, la Corona, mediante la iniciativa privada, pretendía remediar su incapacidad para cubrir el tráfico de galeones con Tierra Firme.

La expedición, que estaba formada por tres buques, más un cuarto que navegaría en conserva con destino a La Habana, salió el 27 de julio de 1713 con 1.890 toneladas de carga, al mando de don Antonio Echevers, que había sido designado como capitán de mar y guerra al formalizar el asiento. Echevers, a semejanza de lo que se había pactado con Ubilla, compraba y pertrechaba los buques y se hacía cargo de los salarios de las tripulaciones y guarniciones, a cambio de obtener permiso para cargar las mercancías que quisiese, lo cual, dado lo poco que se dejaban ver los navíos españoles por los puertos de Tierra Firme, reportaba cuantiosas ganancias. Uno de los buques debería portar entre 50 y 60 cañones, y el otro, que iría como patache, entre 24 y 30. Habida cuenta la escasa vigilancia contra el contrabando, impuesta por la carencia de navíos, se dotó a los buques de Echevers con patentes de corso para combatir la introducción de mercancías ilegales y hacer acto de presencia, aunque fuese de forma puntual ¿? (16). La composición de la flotilla era como sigue:

Como capitana saldría el navío nominado Nuestra Señora del Carmen y San Antonio de Padua, cuyo capitán sería Echevers. Su tripulación estaba integrada por 18 oficiales de mar, 112 marineros, 88 grumetes y 12 pajes, que componían un total de 230 hombres a los que se sumaba la guarnición de infantería de marina. Cargaba 1.000 quintales de azogue para las minas de plata, así como los habituales cargos de bulas y papel sellado. Transportaba de igual modo 134 infantes para diversos lugares de Tierra Firme, que deberían desembarcar en Cartagena y Portobelo.

En el navío Nuestra Señora del Rosario y San Francisco Javier navegaba como capitán su hijo don Pedro Echevers Gonzales, quien, como su padre, había adquirido la patente de capitán de mar y guerra.

Como patache saldría el navío Nuestra Señora de la Concepción, San Joseph y San Francisco. Como capitán de infantería y gobernador del patache navegaba su otro hijo don Antonio de Echevers y Gonzales. La tripulación del patache estaba formada por 83 hombres: 11 oficiales de mar, 24 marineros, 34 grumetes, 5 pajes, 2 oficiales de Infantería de Marina, 2 cabos y 6 arcabuceros. Un marinero cobraba de sueldo 100 pesos escudos al año; un grumete, 66, y un paje, 33. Por contra, el piloto principal del patache cobraba 1.100 pesos escudos anuales, y el piloto acompañante, ya que habitualmente se exigía el embarque de dos pilotos, 500 por viaje.

El navío nombrado Señor San Miguel iba de registro al puerto de San Cristóbal de La Habana, pero navegaría en conserva con el resto de la escuadra. Llevaba 62 hombres de tripulación. Los cuatro navíos eran propiedad de don Antonio Echevers, lo que denota una posición económica muy buena (17).

La llegada a Cartagena fue muy mal acogida por los oficiales reales y por los mercaderes, acostumbrados al contrabando francés, que inundaba el virreinato con género a precio muy inferior al de los galeones de Echevers. Los oficiales reales y autoridades a menudo colaboraban en la introducción del contrabando, como se descubriría años más tarde. La permanencia en Cartagena fue muy larga debido a la espera en la salida de la Armada del Mar del Sur para Panamá, transportando los caudales de la Corona y los mercaderes peruanos que acudían a la feria de Portobelo. Uno de los peligros de las largas estancias en puertos americanos era la oportunidad de desertar que daba a las tripulaciones. En el caso de la capitana de Echevers, que tenía una tripulación de 308 hombres, se fugaron 147 entre los puertos de Cartagena, Portobelo y La Habana; en el caso de la almiranta, de una tripulación de 185 desertaron 62 (18). Algo parecido ocurrió con las tripulaciones de Ubilla.

La flotilla salió hacia La Habana en septiembre de 1714, para hacer el regreso a España conjuntamente con la flota del general Ubilla, que se encontraba en Veracruz. Tras otros diez meses de espera en Cuba, las dos flotas partieron para encontrarse fatídicamente, como se ha dicho, con un potente huracán que destrozó las dos expediciones en el canal de Bahamas. Sin embargo, a diferencia del general Ubilla, Echevers sobrevivió al naufragio, aunque perdió a uno de sus hijos, que iba al mando de uno de los mercantes, y toda su fortuna.

Envío de joyas para la nueva reina

En 1714 llegaba a España la nueva esposa de Felipe V, Isabel de Farnesio, hija del duque de Parma, y con este motivo don Toribio Rodríguez, presidente de la Audiencia de Guadalajara, no dudó en enviar un presente, como posiblemente hicieran asimismo el virrey y otras altas autoridades de Nueva España (19). A continuación se relacionan las alhajas enviadas por don Toribio en la capitana de la flota del general Ubilla:

«Dos zarcillos de oro con tres piezas y el pendiente de abajo en figura de piña con 129 perlas en todo, de las que llaman pimienta. Las de las piezas de arriba algo mayores. Los otros más chicos con 38 perlas, cada uno de la misma calidad y en el extremo una higa de oro. Ambos pares pesan tres onzas y adarme y medio. »Un rosario de corales como garbanzos, con sus padrenuestros engarzados en oro con tres medallas pequeñas y una rosita que sirve de asa a la cruz del propio metal; pesando todo tres onzas y un adarme. »Dos perlas en figura de almendra. Una de ellas con una manchita negra en el extremo de arriba y la otra limpia y de muy buena ley, que pesan ambas 28 quilates. y otro grano de perla redondo aplanado de un lado con una mancha blanca que pesó ocho quilates. »Otros 98 granos de perlas muy inferiores, 96 de ellas de tipo pimienta. »Una joyita de oro en que se encuentra una imagen, al parecer de Santa Clara, con 21 perlas y tres anillos de oro, uno de ellos con una esmeralda» (20).

Tras el naufragio de la capitana de Ubilla, se abrieron varios autos a la arribada a Cádiz para investigar el paradero de estas joyas, tal y como se relata más adelante.

Naufragio de las flotas

Gracias a un informe que el diputado real de la flota de Ubilla, don Alonso de Armenta, envió al virrey el primero de octubre de 1715, se conocen detalles de primera mano del desastre. Indicaba Armenta que tres días después de salir de La Habana, es decir, el 30 de julio de 1715, habiendo entrado felizmente en el canal de Bahamas y alcanzados los 28 grados de latitud, sobrevino un fuerte viento del nordeste que, convertido en huracán,…

«nos impidió ponernos a la capa por la mucha mar que metía, desarbolándonos. Al no poder resistir nos tiramos a varar en la costa de Florida en la zona llamada el Palmar de Ayx».

Afortunadamente, la lancha de la capitana de Echevers, bajo el mando del piloto mayor de la almiranta, capitán Nicolás de Inda, pudo llegar a La Habana y comunicar al gobernador lo sucedido, solicitando bastimentos para los sobrevivientes que se encontraban en tierra, así como medios para el rescate de los caudales de la capitana y la almiranta, que se sospechaba eran accesibles (21). De los once buques del convoy solo se salvó un mercante francés que iba bastante adelantado. Dos se hundieron, siete se estrellaron en los arrecifes de Cabo Cañaveral, y uno de los buques del general Echevers fue puesto por el huracán milagrosamente en tierra, sin sufrir su tripulación daño alguno. Pereció el general Ubilla con un millar de personas, y con las pérdidas se arruinaron comerciantes de Sevilla, Cádiz, Cartagena y Veracruz (22).

El gobernador de La Habana, tan pronto como conoció el desastre, envió ocho balandras que se encontraban en puerto y que transportaron a la capital cubana a la mayoría de los supervivientes (23). En el lugar del naufragio solo permanecieron el almirante, don Francisco Salmón, y el diputado real que redactó el informe, con la idea de bucear los caudales. La capitana y la almiranta, que eran los únicos navíos autorizados para transportarlos, se encontraban a tiro de cañón de la costa y a escasas brazas de profundidad, de modo que con buceadores pudo extraerse buena parte del oro y la plata de los mencionados navíos.

Comunicaba el diputado que ya se habían transportado a La Habana unos tres millones de pesos de todos los bajeles y quedaba a la espera de 1.800.000 pesos que había dejado en tierra a buen recaudo. Para dar protección al material buceado se montó un almacén, custodiado por un destacamento de soldados para evitar posibles ataques de indios. Pero lo que no esperaban era un ataque de 600 hombres dirigidos por el filibustero Jennings, que ante el atractivo botín no dudó en aparecer en escena con dos bergantines y tres barcos longos, tomando sin dificultad 350.000 pesos que se encontraban acopiados (24). De los 14 millones de pesos que llevaba la flota en plata se rescataron más de cuatro. El virrey de Nueva España, duque de Linares, se consideró responsable del desastre en una carta a Felipe V, por haber retenido la flota de Ubilla de forma injusta forzándola a salir en una época no aconsejable (25).

Urca de Lima. Pintura de William Trotter
Urca de Lima. Pintura de William Trotter. La Urca de Lima era el mercante Santísima Trinidad, uno de los buques que naufragaron en esta ocasión.

La flota del general López Pintado se encontraba en Veracruz cuando ocurrió el siniestro, a punto de dar comienzo la feria en México. Entonces, el virrey mandó aviso al diputado de la flota de Ubilla, don Alonso de Armenta, que ya se encontraba en La Habana, para que no repartiese los caudales rescatados hasta la llegada de la flota que se encontraba en Veracruz. Además, comunicaba al gobernador de La Habana que la flota del general López Pintado, con el auxilio de la Armada de Barlovento, se ocuparía de transportar a España los caudales recuperados. Por ello, nada de lo recuperado debía salir en buques sueltos; todo había de embarcarse en la capitana y la almiranta de la flota, y le ordenaba que así se lo hiciese saber al diputado de la flota del general Ubilla (26). Al mismo tiempo, ordenó al gobernador de la Florida que investigase la usurpación de géneros y caudales realizados por los habitantes próximos al lugar del naufragio, y que lo que se recogiera lo enviase a La Habana (27).

La situación comercial resultante para la flota de López Pintado era trágica, ya que gran parte de la mercancía transportada a México capital para su posterior venta hubo de permanecer allí con sus respectivos consignatarios cuando regresó la expedición el 21 de mayo de 1716 y no salió antes de Veracruz por los retrasos en la llegada de los caudales que debían embarcar para su transporte a España. Los diputados reales, en nombre de los mercaderes, se quejaron al virrey, al general López Pintado y a la Corona del perjuicio causado a los comerciantes al adelantar el regreso, quejas que, al parecer, no obtuvieron resultado alguno.

Poco después, el gobernador de La Habana comunicaba al virrey, duque de Linares, que el 22 de junio de 1716 había arribado la flota de López Pintado. En puerto le esperaban los supervivientes y las mercancías rescatadas del naufragio de las flotas de Ubilla y Echevers, así como los dos navíos llegados de España del general don Francisco Chacón, que había sido comisionado para colaborar con la flota de López Pintado en el transporte del tesoro rescatado. Dos semanas más tarde, el 6 de julio, con las mercancías recuperadas a bordo, la flota de Nueva España salió de nuevo a la mar acompañada por los navíos de Chacón, para entrar en el puerto de Cádiz el 23 de agosto de 1716 (28).

Autos sobre las pérdidas de las joyas

El 17 de noviembre de 1716 don Francisco de Varas y Valdés, oidor de la Casa de Contratación y juez en Cádiz para el recibo y entrega de los caudales y efectos que traían las flotas del teniente general Manuel López Pintado y el mariscal de campo don Fernando Chacón, comunicaba que no había noticia del paradero de las joyas enviadas por don Toribio Rodríguez. Señalaba De Varas que, habiendo sabido que el diputado real de la flota naufragada, don Alonso de Armenta, había entregado al prior y cónsul del Consulado de Sevilla una petaquita con diferentes alhajas de oro y plata, y otras cosas que al parecer estaban relacionadas con juguetes de mujer y rescatadas en el buceo, debían inventariarse por el escribano de la Audiencia y Casa de Contratación para su constancia.

Una vez que el mencionado escribano se presentó en casa del marqués de Thous, entonces prior del consulado sevillano de comercio, este le mostró una petaquita con su cerradura y llave de plata, donde se encontraban las prendas siguientes:

«Un relicario del tamaño de una mano, en un lado se mostraba a Nuestra Señora de Belén y en el otro la imagen de la Magdalena, engarzado en plata. Dos rosarios de cuentas de Guayama, engarzadas en plata, uno con tres medallas y el otro sin ellas. Varios rosarios y relicarios y una cajita de plata de tomar tabaco. Unos zarcillos de oro y perlas menudas con sus pendientes de piña».

Todo ello fue entregado al escribano, por si pudiera tener relación con las joyas enviadas por don Toribio. A continuación, don Francisco de Varas consultó al diputado Armenta si sabía a quién se habían entregado las alhajas de don Toribio y si no habían aparecido en el buceo del Palmar de Ayx, lugar del naufragio, en cuyo caso se preguntaba por qué no se había levantado acta con el valor estimado de la mercancía, como se había hecho con el resto de los caudales de la Real Hacienda.

El diputado real declaró, el 18 de diciembre de 1716, que se habían entregado al maestre de plata de la capitana,  don Antonio Pot Flis, con otros registros, «ciertas alhajas» que se remitían para su majestad. Confirma el declarante no haberlas visto entre el material rescatado en el buceo y que las alhajas recuperadas se entregaron a sus dueños cuando se identificaron con su peso, marca y señales, y que las demás se entregaron en el Consulado de Cádiz. Con respecto a las joyas en cuestión, no las recibió el declarante, por no corresponderle por su cargo en la flota, y que lo único que puede decir es que se enteró de la entrega al maestre de plata por comentarios, y que no se relacionaron en las listas de las mercancías perdidas porque no se tenía constancia ni de su composición ni de su propiedad.

De los caudales transportados para su majestad, se recuperó la totalidad de lo que se había embarcado, pero solo gracias a la demanda del declarante. Armenta explicaba a los mercaderes que eran atrasos de la Monarquía; además, consiguió que estos abonasen el 2 por 100 que se daba a los buceadores por su trabajo y el coste del traslado a La Habana. Al mismo tiempo, se había preocupado de seleccionar para su majestad la plata de mejor calidad. La documentación relativa al registro del material embarcado se perdió en el naufragio, como era de suponer, por lo que no se pudo conocer el detalle de las alhajas en cuestión.

Para completar el expediente, con vistas a conocer el paradero de las alhajas de don Toribio Rodríguez, se entrevistó al maestre de plata de la almiranta, don Andrés de Luzurriaga, que se había salvado. El maestre declaró que estando en Veracruz vio cómo se le entregaban las alhajas mencionadas al maestre de plata de la capitana, don Antonio Pot Flis. Recordaba que sus hechuras eran «a lo antiguo» y las consideraba de poca estimación; que durante el buceo no tenía constancia de que hubiesen aparecido, y que suponía que el maestre las habría guardado en su papelera o caja de ropa, que tampoco se pudieron rescatar. En el almacén de La Habana donde se depositó todo lo buceado no se encontraba ninguna de las alhajas mencionadas. Estimaba que, debido a las fuertes corrientes de la zona del naufragio, lo más verosímil es que se hubiesen desplazado del lugar, como así había ocurrido con los zurrones de grana y añil, que no se habían podido localizar. Por último se entrevistó a varias personas, entre las que se encontraba el capitán de mar y guerra de la almiranta, don Joseph López de Ortega, quien declaró lo mismo que los anteriores.

Conclusión

Este naufragio puede considerarse uno de los peores de entre los acaecidos en el seno de la Carrera de Indias, en términos de pérdidas tanto humanas como económicas. y esto sucedía cuando se acababa de salir de un conflicto bélico que había impedido el tráfico mercantil habitual con las Indias y en el curso del cual la flota mercante española había sido destrozada en aguas de Vigo en 1702 (29).

Monedas de 1715
Monedas de 1715

Además, durante este impasse los consulados americanos se habían habituado a adquirir mercancías de contrabando, procedentes de las islas caribeñas ocupadas por otras naciones, así como a comprar los exóticos productos procedentes del galeón de Manila. Las compras se realizaban a precios muy inferiores a los de las mercaderías aportadas por flotas y galeones, que por esta razón acabaron resultando molestos —de hecho, los consulados terminaron solicitando un mayor intervalo entre flotas.

Lo que no habían conseguido los enemigos de España en los más de dos siglos de vigencia de la Carrera de Indias, capturar la flota de la plata combinada (Tierra Firme y Nueva España), lo consiguieron los elementos: un huracán en aguas de Florida.

Bibliografía complementaria

  • Lynch, John: La España del siglo XVIII. Crítica, Barcelona, 2004.

Notas:

  1. GARCÍA-BAQUEROGONZÁLEZ, A.: Cádiz y el Atlántico (1717-1778) EEHA-CSIC, Sevilla, 1976, p. 394.
  2. Que luego se convertirían en doce.
  3. Archivo General de Indias (AGI), Contratación, leg. 2342.
  4. Ibídem, leg. 1274.
  5. Archivo Histórico Nacional (AHN), Estado, leg. 2319. Carta de Tinajero a Grimaldo, 5 de julio de 1712.
  6. PÉREZ-MALLAINABUENO, P.E.:Política naval española en el Atlántico, 1700-1715. EEHA-CSIC, Sevilla, 1982, p. 346.
  7. AGI, Indiferente General, leg. 2647. Cartas, expedientes y otros papeles de la flota del general Ubilla.
  8. AGI, Contratación, leg. 1275.
  9. Ibídem, leg. 1274. El colegio tendría una subvención para su mantenimiento por cada tonelada de las naves que partían a Indias.
  10. Ibídem, leg. 1275.
  11. De hecho, la capitana y la almiranta, por sí solas, consumían 4.000 pesos mensuales. Véase WALKER, G.j.: Política española y comercio colonial, 1700-1789. Ariel, Barcelona, 1979, pp. 83-85.
  12. AGI, Indiferente General, leg. 2647. Cartas, expedientes y otros papeles de la flota del general Ubilla. En el contrato con la Corona, esta se comprometía a asumir los costes debidos a demoras en el retorno.
  13. AGI, Contaduría, leg. 1030. Caudales remitidos por Veitia.
  14. AGI, México, leg. 485. Carta del virrey al Rey el 7 de agosto de 1714. Era la patrona de Nuevo México.
  15. AGI, Contratación, leg. 1276.
  16. PÉREZ-MALLAINA:op. cit., p. 340.
  17. AGI, Contratación, leg. 3243.
  18. Ibídem, leg. 3234.
  19. Aunque no hay constancia de estos envíos.
  20. AGI, Contratación, leg. 640. Alhajas de la Reina.
  21. Archivo General Simancas (AGS), SM, leg. 392, 258, de 15 de octubre de 1715.
  22. Cesáreo Fernández Duro (Armada española, t. VI, p. 125) indica que las flotas salieron el 27.
  23. Ibídem. Según el autor, el gobernador envió en su socorro una fragata y siete balandras de corsarios, así como otros buques disponibles.
  24. Ibídem.
  25. AGI, México, leg. 486A; Indiferente General, leg. 2648.
  26. AGS, SM, legs. 392, 255 y 256.
  27. Ibídem, legs. 257 y 483.
  28. AGI, Consulados, leg. 783. Cartas de Villaamil al Consulado y del Consulado al Rey.
  29. En la batalla de Rande. VéaseKAMEN, H.: «The destruction of the Spanish Silver fleet at Vigo in 1702», en Bulletin of the Institute of Historical Research. Londres, 1966.

Este artículo se publicó originalmente en la Revista de Historia Naval de 2016 y ha sido reproducido de forma íntegra en Todo a babor gracias a la autorización del propio autor, a quien estamos muy agradecidos.

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